Cuarenta años de un golpe maestro: cuando Michael Jackson compró las canciones de The Beatles
La jugada causó hondo malestar en Paul McCartney, con quien el Rey del Pop había colaborado poco antes
Paul McCartney (izda.), con Michael Jackson, en 1983. Entre ellos, Linda McCartney. / Dave Hogan
El 6 de septiembre de 1985 se dio a conocer la noticia de que Michael Jackson había comprado ATV Music Publishing por 47 millones de dólares, operación que le dio el control editorial de la inmensa mayoría del catálogo de The Beatles. Cuatro décadas después, aquel movimiento sigue siendo un caso de estudio: cambió para siempre el debate sobre el poder del negocio editorial en la música popular.
Para entender el alcance de la compra, hay que retroceder en el tiempo. En 1963, John Lennon y Paul McCartney crearon, junto a Brian Epstein y el editor Dick James, Northern Songs, la sociedad que gestionaría sus derechos de autor. La compañía salió a bolsa en 1965 y, tras la muerte de Epstein, James vendió en 1969 su participación a ATV, el grupo de Sir Lew Grade. Lennon y McCartney intentaron recuperar el control, sin éxito; ATV se hizo con la mayoría y con ello con la llave editorial del cancionero beatle.
Ya en los ochenta, ATV pertenecía al magnate australiano Robert Holmes à Court, que puso el catálogo en venta. Jackson, asesorado por su abogado y manager John Branca —y con la idea muy presente tras sus conversaciones sobre el negocio editorial con Paul McCartney durante sus colaboraciones—, presentó la oferta ganadora y se quedó un paquete que incluía alrededor de 250 canciones de The Beatles y unas 4.000 obras en total.
¿Qué compró exactamente Jackson?
Jackson no compró “los discos” de The Beatles ni sus grabaciones originales (los másters, propiedad del sello), sino los derechos editoriales de las composiciones (música y letra). En cristiano: cada vez que una canción se reproduce (en radio, streaming o una versión), se vende (copias físicas o digitales) o se licencia para cine, series o anuncios (sincronización), se generan regalías editoriales. Quien controla la editorial decide usos y percibe una parte esencial de esos ingresos. Los másters, en cambio, afectan a la grabación concreta y suelen pertenecer a la discográfica. Son dos vías independientes que conviven en cada canción.
The Beatles - Come Together
Esa diferencia explica por qué, pese a que los Beatles no querían su música en publicidad, en 1987 Nike pudo usar “Revolution” en una campaña televisiva con licencias de ATV (Jackson) y EMI/Capitol: hubo polémica y demandas, pero la autorización editorial era válida. El caso evidenció, para el gran público, cuánta capacidad de decisión otorga la parcela editorial.
El monto pagado por Jackson —por entonces una cifra récord para un artista— no fue un capricho; fue visión empresarial. Convirtió un catálogo histórico en un activo financiero que generaba ingresos estables y se podía apalancar para futuras operaciones. De hecho, en 1995 Jackson fusionó ATV con la división editorial de Sony y nació Sony/ATV, manteniendo el 50% de la nueva compañía. La secuencia confirmó la extraordinaria revalorización del activo.
La operación también dejó cicatrices personales. McCartney lamentó que una parte sustancial de las canciones que había escrito quedara bajo control de un tercero —¡y de un amigo con el que había grabado “The girl is mine” y “Say say say”!—, pero el episodio subrayó una lección que el propio McCartney solía repetir: los derechos editoriales son la columna vertebral del negocio musical.
Aquella compra es, a la vez, un símbolo y un manual. Símbolo de una época en la que la música empezó a manejarse como catálogos —no solo como discos— y manual práctico de cómo se monetiza una canción más allá de las ventas: radio, streaming, directos, covers y, sobre todo, sincronizaciones. Desde entonces, la industria ha visto un aluvión de fondos y editoriales comprando repertorios: la idea de “invertir en canciones” se popularizó en parte gracias a este golpe de mano de 1985.
Jackson compró el control editorial del corazón de The Beatles, y con ello demostró que, en la música, la propiedad intelectual es tan poderosa como la propia interpretación. Fue un acto de audacia artística y negocio frío, a partes iguales. Y dejó una enseñanza vigente para cualquier creador: saber qué derechos tienes, cuáles no y cómo se explotan puede cambiar tu carrera tanto como un número uno.