‘The ghost of Tom Joad’: tres décadas del Springsteen más humano
Este álbum, uno de los más íntimos de su repertorio, se publicó el 21 de noviembre de 1995
Bruce Springsteen durante un concierto en Monza, Italia. / Sergione Infuso - Corbis
En 1995, Bruce Springsteen llevaba ya dos décadas largas siendo El Jefe, aunque él mismo seguramente lo negaría con una media sonrisa. Venía de una etapa extraña, casi de transición. Había ganado premios, vendido millones y tocado en estadios gigantescos, sí, pero hacía tiempo que buscaba otra cosa. Después de la gira mastodóntica de Born in the U.S.A., se había separado de la E Street Band, había publicado Human touch y Lucky town el mismo día en 1992 —un movimiento discutible, como él mismo reconocería— y, entre medias, la música había cambiado más que el peinado de un guitarrista de hair metal. Nirvana había irrumpido, el rock americano vivía un momento introspectivo y Springsteen parecía preguntarse cuál era su sitio en aquel nuevo paisaje.
La respuesta llegó el 21 de noviembre de 1995 con The ghost of Tom Joad, un disco que no tenía nada que ver con el Springsteen de los estadios ni con los himnos coreables. Aquí no había saxos explosivos, ni solos incendiarios, ni ese sentimiento de carretera infinita que había marcado buena parte de su obra. Este álbum era otra cosa: una colección de canciones desnudas, casi susurradas, donde lo importante no era la grandiosidad, sino la verdad que se colaba entre cada acorde de guitarra acústica.
Springsteen llevaba años observando la transformación social y económica de Estados Unidos, y lo que veía no cabía en un estribillo épico. Las heridas del país —pobreza, migración, desigualdad, violencia, desencanto— estaban ahí, completamente visibles, y él decidió cantar sobre ellas sin filtros ni metáforas heroicas. El título del disco apuntaba directamente al referente: Tom Joad, el protagonista de Las uvas de la ira, de John Steinbeck. Era una forma de decir que la historia de los olvidados volvía a necesitar un altavoz.
Las canciones de The ghost of Tom Joad tienen un tono casi documental. No buscan la lágrima fácil ni el golpe de efecto. Springsteen se sitúa en la frontera entre México y EE.UU., en barrios industriales arrasados, en moteles baratos donde la vida se tambalea. Los protagonistas son jornaleros, fugitivos, trabajadores sin futuro, familias que cruzan desiertos en plena noche. Él no actúa como juez ni profeta: simplemente observa y cuenta. Y ahí reside su fuerza. Es un disco de voz baja, pero de efecto profundo.
En cierto modo, también fue un álbum valiente. En los noventa, cuando el rock alternativo dominaba las radios y el pop se preparaba para la era teen, Springsteen decidió publicar un disco acústico, austero, casi incómodo. Cualquier otro artista consagrado habría apretado los dientes buscando un hit; él hizo justo lo contrario: apagó las luces, bajó el volumen y obligó al oyente a acercarse. Fue una declaración de intenciones: la importancia no está en el brillo, sino en la historia.
Musicalmente, el disco dialoga con Nebraska (1982), otro de sus trabajos más sombríos. Pero The ghost of Tom Joad es más narrativo, más pegado a la tierra. Donde Nebraska era un cuchillo frío, este álbum era un cuaderno de notas sobre un país en transformación. Las canciones están construidas con una honestidad casi áspera, pero también con una delicadeza que demuestra que Springsteen nunca ha necesitado muchos adornos para conmover.
La gira que acompañó al álbum fue clave para entender su impacto. Springsteen se alejó de los pabellones gigantescos y volvió a los teatros pequeños, donde las canciones se escuchaban sin el ruido que acompaña a las grandes producciones. La gente asistía casi en silencio, con esa sensación de ceremonia que se produce cuando un músico decide abrir una ventana íntima hacia sus historias. Muchos fans la recuerdan como una de las mejores etapas de su carrera.
A nivel crítico, The ghost of Tom Joad supuso un renacimiento. Le valió un Grammy al Mejor Álbum de Folk Contemporáneo y lo devolvió al mapa de la música seria y comprometida. Fue la prueba de que Springsteen podía seguir siendo relevante sin repetir fórmulas, sin quemar sus propios mitos. El mundo cambió, él cambió con él, pero sin perder la brújula.
Para Springsteen, este disco también cerró una etapa. Poco después volvería a reunirse con la E Street Band, retomaría la electricidad y los himnos, y lanzaría trabajos más expansivos. Pero aquel paréntesis acústico quedó como un punto cardinal de su carrera: el momento en que decidió hacer un alto en el camino, mirar alrededor y contar lo que veía sin necesidad de levantar la voz.
The ghost of Tom Joad mantiene intacto su valor. No por sus cifras —no es un álbum de récords comerciales—, sino por la claridad con la que sigue hablando. Es un disco que acompaña, que incomoda, que ilumina zonas que normalmente preferimos evitar. Y, sobre todo, demuestra que Springsteen siempre ha tenido dos caras: la del intérprete que levanta a un estadio entero… y la del narrador que, guitarra en mano, se sienta a tu lado para contarte la verdad sin adornos.