Lo que EEUU dejó bajo el agua: la verdadera historia tóxica de las Islas Bikini
El paraíso del Pacífico estalló en cien pedazos con las pruebas nucleares del ejército estadounidense. Las cicatrices aún afectan la vida animal y vegetal.
Una de las pruebas nucleares frente a las costas de las Islas Bikini, en julio de 1946. / Vernon Lewis Gallery/Stocktrek I
Cuando pensamos en las Islas Bikini, algunos imaginan mares de color turquesa y palmeras. Otros, el famoso traje de baño al que dieron nombre. Pero no todo el mundo sabe que este remoto atolón del Pacífico fue el escenario de uno de los experimentos más destructivos de la historia moderna: una batería de pruebas nucleares que no solo expulsó a toda la población local, sino que alteró la biodiversidad de la región de forma irreversible.
Entre 1946 y 1958, Estados Unidos detonó allí 23 bombas atómicas, incluyendo la temida Castle Bravo, la más poderosa jamás explosionada por el país. La onda expansiva fue tan brutal que vaporizó islas enteras, generó un cráter submarino de más de 2 kilómetros de diámetro y lanzó partículas radioactivas a cientos de kilómetros. Para la fauna y la flora, fue un apocalipsis instantáneo.
Restos de un viejo búnker construido para la observación de las pruebas nucleares. / Reinhard Dirscherl
Pero lo peor vino después. La radiación impregnó el suelo, el agua y los tejidos de los organismos marinos, alterando ecosistemas que se habían mantenido estables durante milenios. Los corales, algunos de los más antiguos de la región, murieron en masa. Peces, moluscos y crustáceos acumularon radiación que deformó sus ciclos vitales. Los cangrejos terrestres, esenciales en la cadena trófica local, pasaron a ser considerados no aptos para el consumo durante décadas.
La radiación en el atolón de Bikini sigue siendo más alta que en Chernóbyl y Fukushima
Para las aves marinas, el impacto fue igualmente devastador. La contaminación de los peces de los que se alimentaban provocó una cascada de efectos: se desplomó la reproducción, los embriones sufrieron importantes deformaciones y se produjeron cambios en su comportamiento migratorio. Aún hoy, algunas especies muestran niveles de contaminación superiores a los considerados seguros.
Una de las explosiones, vista desde el aire. / Digital Vision.
El ecosistema terrestre tampoco escapó al desastre. La vegetación de las islas quedó arrasada y la que reapareció después sufrió mutaciones y problemas de crecimiento durante generaciones. Algunas plantas, pese a parecer saludables, contienen niveles anómalos de cesio-137 que impiden el asentamiento humano permanente en ciertas zonas del atolón.
La vida se abre paso… difícilmente
Hoy, la radiación en el atolón de Bikini sigue siendo más alta que en Chernóbyl y Fukushima. Y sin embargo, la vida ha ido abriéndose paso poco a poco: en los cráteres dejados por las explosiones han ido apareciendo corales nuevos. Pero aunque espectaculares a primera vista, estos arrecifes "renacidos" muestran una biodiversidad empobrecida y patrones de crecimiento gravemente alterados. La vida ha vuelto, sí, pero lo ha hecho de forma extraña, incompleta, marcada por la radiactividad persistente.
Mientras tanto, los habitantes originales de Bikini, desplazados en 1946 con la promesa de que sería "solo temporal", siguen sin poder regresar de forma definitiva a lo que un día fue su hogar. Las consecuencias ecológicas, sociales y culturales del programa nuclear estadounidense siguen vivas, invisibles para el gran público, pero grabadas a fuego en el ADN de los ecosistemas del Pacífico.