El desastre que Japón quiso olvidar: así envenenó el mercurio a todo un pueblo
Gatos que "bailaban", niños enfermos y una industria que ocultó la verdad durante años.

La ciudad japonesa de Minamata sufrió un envenenamiento por metilmercurio. / Witthaya Prasongsin
La historia está llena de desastres medioambientales que, además de afectar al aire, el suelo o el mar, tuvieron un grave impacto en la salud de la población. Pero algunos aún siguen siendo muy desconocidos para el gran público, pese a que encierran lecciones de las que debemos aprender.
A mediados del siglo XX, Minamata era una pequeña ciudad costera del sur de Japón, conocida por su bahía tranquila y por una industria química que daba empleo a buena parte de la población. Nadie imaginaba que, bajo esas aguas, se estaba gestando uno de los peores desastres ambientales y sanitarios de la historia moderna: un envenenamiento masivo por mercurio que cambiaría para siempre la manera en que entendemos los riesgos de la contaminación industrial.
Los síntomas incluían pérdida de visión, dificultad para hablar, temblores y espasmos
El problema empezó silenciosamente en los años 50. Los pescadores notaron comportamientos extraños en los animales: peces muertos flotando en superficie, aves que caían del cielo sin explicación y, sobre todo, gatos con movimientos convulsos, como si "bailaran" antes de morir. La gente lo tomaba como una rareza local, hasta que los síntomas empezaron a aparecer también en los humanos: pérdida de visión, dificultad para hablar, temblores, espasmos.
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Tras años de sospechas, se descubrió la causa: la fábrica Chisso, un gigante químico de la región, estaba vertiendo metilmercurio al mar. Ese compuesto tóxico se acumulaba en los peces, pasando después a quienes los comían. La bahía de Minamata, que había alimentado al pueblo durante generaciones, se convirtió en una trampa mortal.
Un símbolo de injusticia ambiental
La respuesta fue lenta, dolorosa y llena de ocultaciones. Chisso negó cualquier responsabilidad y las autoridades tardaron años en actuar, pese a que los afectados aumentaban sin parar. Muchas familias sufrieron discriminación por reclamar ayuda, y los casos de niños con graves discapacidades neurológicas se multiplicaron. La enfermedad de Minamata, como acabaría llamándose, se convirtió en un símbolo de injusticia ambiental.
No fue hasta finales de los 60 cuando el escándalo estalló definitivamente. Las protestas, las investigaciones científicas y la presión internacional obligaron al gobierno japonés a reconocer la relación entre la contaminación y la enfermedad. A partir de entonces comenzaron indemnizaciones, juicios y programas de descontaminación que tardarían décadas en completarse.
El desastre de Minamata dejó una lección imborrable: los efectos de la contaminación química no son abstractos, sino tangibles. Afectan a cuerpos, familias, ecosistemas y generaciones enteras. Desde entonces, las normativas ambientales se volvieron más estrictas y el mundo entendió que el progreso industrial no puede construirse sobre la salud de las personas ni sobre el silencio de quienes sufren.












