Loquillo cumple 65 años: por qué su sombra sigue siendo alargada en el rock español
El rockero barcelonés nació el 21 de diciembre de 1960

Loquillo, en concierto en Madrid en 2020. / Javier Bragado
El 21 de diciembre no es solo el día en que comienza oficialmente el invierno: también es el cumpleaños de Loquillo, una de esas figuras que explican por sí solas qué significa el rock en España cuando deja de ser una pose y se convierte en una forma de estar en el mundo. Hablar de él no es repasar una biografía —eso ya está escrito—, sino entender por qué su presencia ha sido estructural, por qué su voz, su imagen y su discurso han marcado a varias generaciones y por qué, cuatro décadas después, sigue siendo un referente incómodo, elegante y absolutamente reconocible.
Loquillo no es importante solo por las canciones —que las tiene—, sino porque encarnó algo que el rock español necesitaba con urgencia a principios de los ochenta: identidad. Mientras la Movida apostaba por la ironía pop, el colorismo y cierta ligereza hedonista, Loquillo eligió otra vía: la del rock clásico filtrado por la ciudad, la nocturnidad, el existencialismo y una estética heredada tanto de Elvis como del cine negro. No fue una oposición frontal, pero sí una alternativa clara. Frente al efervescente “todo vale”, él propuso carácter. Y eso, en un país que estrenaba democracia y buscaba referentes, no fue poca cosa.
Con Los Trogloditas, Loquillo ayudó a fijar un canon de rock urbano que no necesitaba pedir perdón ni disfrazarse de modernidad. Canciones como “Cadillac solitario”, “El ritmo del garaje” o “Quiero un camión” no solo resistieron el paso del tiempo: se convirtieron en un lenguaje común. Ahí estaba la clave: Loquillo hablaba de coches, noches largas, derrotas sentimentales y orgullo personal sin ironía ni condescendencia. Rock directo, narrativo, con épica de barrio. Una fórmula que muchos han intentado imitar y pocos han sabido sostener sin caer en la caricatura.
LOS40 Classic
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Pero reducir su importancia al rock urbano sería quedarse corto. A lo largo de su carrera, Loquillo ha demostrado algo poco habitual en figuras de su generación: inquietud. Su aproximación a la poesía —de Luis Alberto de Cuenca a Jaime Gil de Biedma— no fue un capricho tardío, sino una ampliación natural de su universo. Con esos proyectos, Loquillo legitimó un cruce que en España siempre había generado recelos: rock y alta literatura. Y lo hizo sin solemnidad, sin perder calle, demostrando que la cultura no tiene por qué dividirse en compartimentos estancos.
Su influencia se percibe tanto en lo musical como en lo actitudinal. Artistas como Fito Cabrales, Carlos Tarque o Enrique Bunbury —cada uno desde territorios distintos— comparten con Loquillo esa idea del rock como discurso propio, no como simple género. Incluso en generaciones posteriores, desde el indie que coquetea con el clasicismo hasta el pop que busca gravedad, su figura aparece como referencia implícita: la del artista que se toma en serio a sí mismo sin caer en la pomposidad.
También ha sido clave su relación con la imagen. Loquillo entendió antes que muchos que el rock no es solo sonido, sino relato visual. Su altura, su voz grave, su manera de ocupar el escenario construyeron un personaje coherente, reconocible, que nunca necesitó reinventarse de forma desesperada. Ha cambiado, sí, pero siempre desde dentro. En un país donde el rock ha sufrido complejos crónicos, Loquillo aportó autoestima: se podía ser rockero en español sin pedir permiso ni disculpas.
A sus 65 años, Loquillo sigue siendo relevante no por nostalgia, sino por vigencia. Sigue publicando discos, sigue girando, sigue opinando. No siempre cae simpático, y probablemente ahí radica parte de su valor. El rock, al fin y al cabo, no está para caer bien, sino para decir algo con convicción. Y en eso, Loquillo sigue siendo una referencia mayor: un artista que entendió que el rock no es cuestión de edad, sino de actitud sostenida en el tiempo. Y de eso, cumple años, pero no caduca.












