Cuando el heavy metal se sentó en el banquillo: Judas Priest y el juicio que quiso culpar al rock de un suicidio

¿Contenían mensajes subliminales sus letras? La cuestión generó un amplio debate hace cuarenta años

Judas Priest, en 1984, con el cantante Rob Halford en el centro. / Paul Natkin

El 23 de diciembre de 1985, en una pequeña localidad de Nevada, dos adolescentes aficionados al heavy metal intentaron suicidarse tras pasar horas escuchando Stained Class, un disco publicado por Judas Priest en 1978. Uno de ellos murió; el otro sobrevivió con secuelas gravísimas. Aquella tragedia, que en sí misma ya era devastadora, acabó convirtiéndose en uno de los episodios más incómodos y reveladores de la historia del rock: el momento en que una banda fue llevada a los tribunales acusada de inducir al suicidio mediante mensajes subliminales ocultos en sus canciones.

El caso estalló cuando las familias de los jóvenes señalaron a una frase supuestamente incrustada de forma casi imperceptible en el tema “Better by You, Better Than Me”: un murmullo que, según la acusación, decía “do it”. Para los padres y para una parte de la opinión pública estadounidense, aquello no era una coincidencia, sino la prueba de que el heavy metal jugaba con la mente de los jóvenes. Para Judas Priest, era el inicio de una pesadilla judicial que los sentaría en el banquillo en 1990, cinco años después de los hechos, en un juicio que mezcló psicología, derecho, música y un miedo social profundamente arraigado.

El proceso fue histórico por varios motivos. Nunca antes una banda de rock había tenido que defenderse formalmente de una acusación tan concreta y, al mismo tiempo, tan difícil de demostrar. ¿Puede una canción empujar a alguien al suicidio? ¿Puede un mensaje subliminal, casi inaudible, tener más peso que el contexto vital, emocional y social de una persona? El tribunal se convirtió en un escenario insólito donde se analizaron ondas sonoras, se reprodujeron canciones al revés y se escucharon expertos explicar que el cerebro humano no responde a estímulos subliminales de la forma casi mágica que algunos imaginaban.

La defensa de Judas Priest fue tan contundente como lógica: ningún grupo que viva de vender discos tiene interés alguno en que sus oyentes se maten. Además, se demostró que el supuesto “do it” no había sido grabado intencionadamente, sino que era el resultado accidental de la superposición de pistas vocales, un fenómeno técnico conocido como backmasking involuntario. De hecho, durante el juicio se subrayó una paradoja deliciosa: si el grupo hubiese querido introducir un mensaje subliminal eficaz, jamás lo habría hecho de una forma tan burda y detectable.

Más allá del veredicto —el juez absolvió a la banda al no encontrar pruebas de intención ni relación causal directa—, el caso Judas Priest tuvo un impacto cultural enorme. Llegó en un momento en que el rock duro y el metal eran vistos por amplios sectores conservadores como una amenaza moral. La estética, las letras, la iconografía satánica o violenta y la actitud desafiante de muchas bandas servían como chivo expiatorio perfecto para explicar miedos mucho más profundos: el consumo de drogas, la frustración juvenil, el desempleo, la falta de expectativas o los problemas de salud mental, conceptos que entonces aún se trataban con torpeza y prejuicio.

El juicio también puso en evidencia la facilidad con la que se culpabiliza a la cultura popular cuando no se sabe —o no se quiere— mirar más allá. En lugar de preguntarse por el acceso a armas, el abuso de alcohol, la depresión o el entorno familiar de los jóvenes, buena parte del debate público prefirió señalar a un disco de heavy metal como detonante. Judas Priest acabó siendo menos un acusado real que un símbolo, el rostro visible de una batalla ideológica entre generaciones.

Para la propia banda, el episodio fue traumático pero también definitorio. Su vocalista, Rob Halford, declaró años después que aquel juicio les obligó a reflexionar sobre el poder simbólico de la música, aunque siempre defendió que el rock puede ser catártico, liberador y, en muchos casos, una tabla de salvación para quienes se sienten al margen. No una sentencia de muerte.

El caso Judas Priest sigue siendo un recordatorio incómodo pero necesario. No tanto por el morbo del suicidio —que exige siempre respeto y cautela— como por todo lo que reveló sobre la relación entre música, juventud y pánico moral. El heavy metal sobrevivió al juicio, las teorías de los mensajes subliminales se diluyeron y el rock siguió siendo ruidoso, provocador y libre. Quizá porque, al final, el problema nunca estuvo en las canciones, sino en la necesidad desesperada de encontrar culpables fáciles para tragedias complejas.