Un año sin TikTok (y todo lo que pasó mientras tanto)

Lo que ocurre cuando dejas de deslizar el dedo

Mujer escondida bajo la manta, charlando y navegando por Internet. / Oscar Wong

Hubo un momento en el que me di cuenta de que no recordaba el vídeo que acababa de ver mientras ya estaba viendo el siguiente. No quedaba nada. Solo la sensación de haber pasado el tiempo sin vivirlo. Había una forma nueva de vacío.

Dejar TikTok durante un año no nació como un gesto de rechazo a las redes sociales. Pero el teléfono quemaba. Cuando lo comenté casi sin importancia en la comida de Navidad de la empresa, mi jefa reaccionó con certeza: "Tienes que escribir sobre esto".

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El inicio del año suele venir acompañado de propósitos: leer más o simplemente recuperar algunos hábitos. Lo llamativo no es que cueste cumplirlos, sino descubrir qué es lo que se interpone siempre. En mi caso no era falta de tiempo ni de disciplina, sino una dependencia silenciosa: la necesidad de llenar cualquier hueco con una distracción inmediata. TikTok no exige nada a cambio. Ni siquiera atención: basta con deslizar el dedo.

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Al desaparecer esa distracción, el tiempo no se volvió más productivo, sino muy largo. Apareció la incomodidad. Esa sensación infantil de que el tiempo se estira justo cuando queremos que pase rápido. La aplicación no solo ocupaba horas: ocupaba la posibilidad misma de aburrirse, y con ella la de quedarse a solas con los propios pensamientos. Esos que, a veces, traen una buena idea.

Con el paso de las semanas empezaron a aparecer pequeños cambios. El aburrimiento empujaba al movimiento. El cuerpo pedía calle. Volví a hacer cosas tan básicas como lavarme los dientes mirándome al espejo, sin una pantalla delante. No estaba haciendo tres cosas a la vez.

También desapareció la necesidad de explicarlo todo. Las redes no solo muestran vidas ajenas; también ofrecen un lenguaje constante para analizar cada emoción, cada vínculo, cada malestar. Al dejar de consumir ese contenido, disminuyó el impulso de sobreinterpretar la propia experiencia. Las emociones seguían existiendo, pero dejaron de exigirme una explicación inmediata. Pasaban, y ya.

Meses después tuve que volver a instalar TikTok por trabajo. Lo sorprendente fue descubrir que algo había cambiado. La aplicación seguía siendo atractiva, incluso inspiradora, pero el cuerpo ya no podía quedarse ahí. A los pocos minutos aparecía la necesidad de hacer otra cosa. No era rechazo, era una especie de alergia nueva a depender... ¿de una app?. La misma que me lleva a negarme a usar Google Maps en mi propia ciudad, aunque tarde más en llegar. No es eficiencia lo que busco, es presencia.

Por eso reconciliarse con las redes no pasa necesariamente por abandonarlas, sino por usarlas de otro modo. YouTube, por ejemplo. Volver a espacios donde un vídeo sacia. Una hora en TikTok, en cambio, es imparable.

Imagen distorsionada de distintas redes sociales.

Imagen distorsionada de distintas redes sociales. / NurPhoto

Imagen distorsionada de distintas redes sociales.

Imagen distorsionada de distintas redes sociales. / NurPhoto

También ha cambiado la forma de exponerse. Diversos estudios señalan que somos una de las generaciones que menos publica su vida cotidiana, no por desapego, sino por ansiedad: miedo a no estar a la altura de una expectativa invisible. Por eso me hice una cuenta privada de Instagram, solo para amigos, sin estética ni estrategia. Un lugar para volver a contar el día a día sin convertirlo en un escaparate. Como al principio.

Un año después no hay conclusión cerrada. TikTok sigue ahí, siempre disponible, y la tentación de volver a desaparecer en la pantalla no se esfuma del todo. La sensación de estar a medias probablemente forme siempre parte de mí. La diferencia, quizá la única posible, es darse cuenta.

Lola Rabal

Lola Rabal

Recién graduada en Periodismo y Comunicación Audiovisual por la URJC. Viví en Chicago, donde descubrí...

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