Una fiesta de alto voltaje
Una infiltrada en el Sónar de Barcelona cuenta cómo asistir a un festival de música avanzada. Por <b>Empar Moliner. EL PAIS</b>.
La organización. Anima mucho que la organización ponga problemas para acreditarte. Eso no pasa todos los días. Nunca te pondrían problemas para acreditarte en el congreso de fetichistas del pie de los Hampsteads, por ejemplo, a pesar de que asistir te interese mil veces más. Una de las encargadas de prensa del Sónar se queja de que precisamente de EL PAIS le han solicitado muchas acreditaciones. Tiene que estudiar cada caso para saber si nos va a dejar ir o no. Me envía un e-mail y me pregunta qué enfoque le voy a dar al reportaje. También es la primera vez que alguien que no es mi jefe quiere saber el enfoque. Qué sorpresa. Cuánto interés. Qué pericia. Supongo que el organizador siente un lógico asco por los reportajes denominados distintos. Debe de horrorizarle el clásico artículo vivencial, en el que la autora consumirá drogas y llegará al coma etílico, para después, si sobrevive, contar en primera persona su experiencia mientras se tatúa.
Los vendedores ilegales. Caminando arriba y abajo de las colas de entrada al recinto, los vendedores ilegales de refrescos tratan de colocar su mercancía. En el Sónar hay tres peruanos (dos de ellos mujeres), dos magrebíes (uno de ellos menor) y dos paquistaníes. El menor de edad recita: ?Servesa lada, servesa lada?. Una de las mujeres susurra: ?Latas?. Los paquistaníes no sólo no dicen nada, sino que son los que tienen la mercancía más barata y menos fría. El menor magrebí la vende a dos euros; ellos, a uno. Se pelean constantemente por este motivo. También son los que tienen la peor infraestructura, que consiste simplemente en una bolsa de plástico. En cambio, el menor magrebí tiene un centro de operaciones, donde un familiar suyo, con un carro de la compra, le va suministrando las latas de cuatro en cuatro (dos cervezas, dos coca-colas). El grupo de los peruanos está bastante bien organizado, ya que llevan un cubo-pedal, lleno de hielo, sujeto a un carrito con cuerda de persiana. Una de las mujeres viste una camiseta rosa, en la que se puede leer: ?Tú eres la belleza y la alegría de mi vida?. Sus zapatos tienen un lazo como los de Minnie, la novia de Mickey Mouse. ?¡Agua!?, grita el menor magrebí cuando ve que viene la policía, aunque podría gritarlo en su idioma y sería mucho más lógico. Agua ha dejado de ser un eufemismo, y ahora todo el mundo sabe que significa peligro o, más concretamente, ?que viene la policía?.
Los repartidores de flyers. Uno de los que se han comprado una lata está trabajando. En cualquier concierto hay decenas de chicos que reparten prospectos, y aquí también. Vean los cálculos. El repartidor entrega en mano una media de 17 flyers por minuto. Eso supone 1.020 flyers por hora, 8.160 al día. En un minuto hay, de media, siete personas que no cogen el flyer. La técnica del repartidor consiste en no mirar a los ojos del que pasa y, en cambio, acercar tanto como le sea posible el papel a su mano. Con esta técnica (ponerte algo muy cerca de la mano sin mirarte a la cara) te pueden dar maletas llenas de droga, sobres con ántrax o dinero falso. De las 17 personas por minuto que cogen el flyer hay una media de ocho que se lo guardan. De estos ocho, siete le echan un vistazo que dura dos segundos. El resto tarda una media de seis segundos en tirarlo. En un metro cuadrado de suelo hay 27 flyers tirados.
LOS40
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La basura. En el suelo hay mucha ba- sura. Principalmente flyers. La empresa que se encarga de recogerla es municipal. Dos operarios, hombre y mujer, bajan del interior de un pequeño vehículo en el que se lee: ?BCNeta?, un poético juego de palabras resultante de sumar BCN (Barcelona) y neta (limpia). El conductor, que es el hombre, ha aparcado junto a una ambulancia. Enseguida se ponen a barrer. Primero hacen pequeños montones, que después trasladan a un cesto de goma, que posteriormente vaciarán en la parte trasera del vehículo. Por el recinto se han distribuido papeleras de cartón que están llenas. En el suelo, la basura más repetida, después de los flyers, son esos plásticos blancos en forma de anillas olímpicas que sirven para sujetar los packs de seis latas de refresco entre ellas. En el tercer puesto de basuras más repetidas están las cáscaras de pipas; en cuarto lugar, las bolsas de patatas (Lays Mediterráneas), y en quinto, el papel de plata resultante (se supone) de envolver bocadillos. La más insólita es una caja de cartón de plátanos categoría extra, marca Remo. Los dos recogedores de basura hacen una media de 13 montículos por hora y mueven el brazo para barrer, también de media, 26 veces por minuto. Eso incluye desplazamientos, y si lo comprueban verán que es bastante.
La mujer empática. Al lado de los basureros hay un señor que mueve el brazo mucho más que ellos. Lleva cabello de rasta y piercings en la nuca, y toca la batería en una esquina de las calles adyacentes del festival. La toca muy mal, pero muy concentrado. Da una media de 112 golpes por minuto, si calculamos que cada 15 segundos da unos 28. Estos 112 golpes se reparten en las dos manos, de manera asimétrica. Puede que el señor sea zurdo, porque con la izquierda da siempre ocho o nueve más. Viste una camiseta en la que pone: ?The Land of Oz?. La mujer empática se sienta en el suelo. Quiere ligárselo, así que cierra los ojos y lleva el ritmo con la cabeza, exageradamente. ?No lo comprendéis. Esto es arte?, parece decirnos. Con las manos hace como si también tocase la batería. Cuando lo hace pone morritos. Tiene una paciencia infinita. Está cansada, pero no baja la guardia. Cuando pasan dos policías, le dice al señor, con tono de saber de qué habla: ?Oye..., vigila...?, para tratar de ganarse su respeto. Recoge las piernas bajo la barbilla, pero ni aun así. Entonces llega otra empática. Ésta se pone a bailar una especie de danza del vientre y lo hace bien. La empática antigua la mira tratando de demostrar que el batería es su novio. La empática nueva baila exactamente 26 minutos, 40 segundos y 3 décimas, que es lo que dura el tema ?o lo que sea? que toca el batería. Cuando acaba, la empática antigua es la única que aplaude, pero despacio: con un ritmo el doble de lento de lo normal, para demostrar que no es una que acaba de llegar. En cambio, la nueva se sacude el pelo y grita: ?¡Uuf!?, como si saliese de una piscina. Cuando pasa un periodista, la empática primera dice, con la voz muy afónica: ?Apunta, apunta, que es muy bueno?.
Los periodistas. Los hay de dos tipos, tipo A y tipo B. Los del tipo A no llevan visible la acreditación, a propósito. ?Yo paso de identificarme, me parece de principiante. Me la pongo en el bolsillo o la llevo en la mano, y cuando me toca enseñarla, lo hago. Ya estoy acostumbrado, como un policía enseñando su placa, porque yo llevo 20 años en esto, cuando ni tú ni los Pet Shop Boys habíais nacido?, parecen decirte. Éstos, a su vez, se dividen en dos categorías: la extra y la normal. Los de categoría extra llevan una libreta pequeña y no tienen que dictar la crónica por teléfono, apresuradamente. Están escribiendo un artículo de fondo o un libro sobre tribus urbanas, y procuran que se note que les tortura estar aquí. Usan una pluma de marca. Si algo les llama la atención suspiran en voz alta. Cuando la cola es muy larga y ellos no pueden pasar los primeros, amenazan con escribir que les han tratado ?como borregos?. Están en contra de los piercings, y lo peor para su carrera sería que les gustara algo del Sónar. Su crónica empezará así: ?Al españolito de a pie que va a escuchar berridos le duelen tanto las posaderas que??.
Los porteros. El servicio de seguridad corre a cargo, entre otras, de la empresa Barna Porters. Uno de ellos está sentado en una silla de cámping como la mía. ?Yo no debería estar sentado?, me dice. Trabajan de 10.30 a 22.00, con un descanso para comer. ?El primer día te duelen las piernas, y en teoría tienes que estar todo el rato de pie. Pero lo peor es el ruido, la música esta?. Me siento a su lado, en mi silla, con la espalda apoyada en el muro negro, de madera, que separa el recinto de conciertos del exterior. Mi espalda vibra por la música. Los porteros están relajados, por usar una expresión que ya sólo se utiliza para hablar de gente famosa. Les pregunto qué hacen durante todo el día, y dicen que responder preguntas y ordenar la cola. ?La gente no es consciente de que tiene que ir recta?, me dicen con un amor por la simetría que comprendo perfectamente. Me dicen también que a veces dejan entrar al público de cinco en cinco, y a veces, de 30 en 30, ?según el estado de ánimo?. Contestan una media de seis preguntas por hora. La más repetida es: ?¿Dónde está la puerta??, seguida de: ?¿Hablas inglés?? y ?¿Se puede pagar con tarjeta??. El jefe de los porteros es un hombre fuerte que va de paisano y lleva gorra de béisbol. ?Por aquí salen vasos, y los vasos salen cuando resulta que no pueden entrar?, dice, señalando una puerta. ?Os lo tengo dicho?.
Lo de participar. Hoy día, raro es el espectáculo en el que no te toca participar de una forma u otra. Ya estés en una representación de teatro infantil o en una de La Fura dels Baus, algo te harán hacer. En el caso de la representación infantil te tocará dar palmas. Si estás en la de La Fura dels Baus tendrás que enviar mensajes a través del móvil. La última moda en los espectáculos modernos es que no tienes que apagarlo.
El recinto para periodistas. Se habla de enfoques en el recinto especial para periodistas. En una revista de decoración enseñaron la casa de Lenny Kravitz y se parece un poco a este lugar. El suelo es de césped artificial. Hay sofás de plástico negro individuales y unos reclinatorios blancos de skay. Hay mesas de cartón, marca Adidas. También hay bar, pero no es gratis. Los periodistas yacen en los sofás, desparramados. Fuman y beben. En un rincón hay tres ordenadores extraplanos para que los que quieran puedan conectarse a Internet durante 15 minutos. Para ello debes apuntarte a una lista. Me apunto. Voy detrás de un chico que escribe: ?Hola, cómo estás. Te cuento que para fabricar más tendríamos que tener todo vendido, ya que tendrías que pagar la fabricación de los CD y en cantidades planetarias mover??. Ya no veo nada más. A su lado, otro chico más poético escribe: ?Hi, Fiona. I miss you?.
Los pinchadiscos, ahora denomina- dos djs. Después me voy a un lugar donde tres individuos pinchan discos en el escenario. Los espectadores están por los suelos, en la moqueta de césped artificial. Al recinto entran grupos de cinco o seis personas, que se comportan de la misma manera. Entran. Se paran unos momentos. Buscan un lugar despejado, como en la playa, para poder echarse. Caminan con normalidad. Pero uno de ellos, en un momento dado, hace un movimiento de persona electrocutada. Cierra los puños, se agita, y luego vuelve a caminar como antes.
La decoración del usuario. Todas las chicas enseñan el ombligo. Este año, las barrigas al aire son menos planas que nunca y hasta los michelines están de moda. Se llevan los anillos en el dedo índice. Los pies son lo más uniforme del festival. Tres de cada 10 pares de tobillos lucen un tatuaje en forma de sol. El 50% de pies del festival lleva sandalias, y el otro 50%, zapatillas de deporte, de esas que van sin cordón, entendiéndose que la mayoría de pies que forman un par visten el mismo tipo de calzado, y, por tanto, el 50% que usa zapatillas corresponde a un mismo 50% de humanos con dos pies. Las sandalias son de playa o de esas marrones que también usan los frailes. Eso hace que los pies de los asistentes al concierto y los pies de los vendedores de latas sean iguales, lo que nos lleva otra vez al principio.












