¿Depresión postvacional? Normal. Pero sabemos cómo sobrellevarla.

Porque aunque el verano ha llegado a su fin, siempre nos quedará la música

OLI SCARFF/AFP/Getty Images

El espejo nunca miente. No tiene una opción avanzada de filtros a lo Instagram donde disimular nuestras vergüenzas. Tampoco un modo retrato que difumine el fondo de nuestra vida y ponga el foco en nuestra existencia. Ni mucho menos un modo belleza que convierta nuestras arrugas en una tabula rasa y nos otorgue cierto look aberrante digno de figura del museo de cera.

Ahí estás, dispuesto a realizar esa aliviante micción mañanera, meciéndote empujado por el sueño y con dificultades para mantenerte en pie. Con una legaña del tamaño de Cerdeña aflorando por el lagrimal izquierdo y unas ojeras que bien podrían protagonizar por sí mismas la nueva secuela de Kung Fu Panda.

De la tonalidad betún integral vas deslizándote reptando hasta un colorcillo aceituna, que en nada dará lugar a una extraña tonalidad verdosa, que a su vez dejará pasar a un blanco nuclear total

Tu tez casi caribeña, ese moreno reluciente que tu trabajo te ha costado adquirir después de horas y horas haciendo el vuelta y vuelta sobre la toalla, empieza a apagarse cual candil de castillo medieval azuzado por el soplido de un amo de llaves jorobado. De la tonalidad betún integral vas deslizándote reptando hasta un colorcillo aceituna, que en nada dará lugar a una extraña tonalidad verdosa, que a su vez dejará pasar a un blanco nuclear total que haga extensible la nívea tonalidad de la marca del bañador al resto del cuerpo.

 Ni con veinte chutes de jalea real en vena y diecisiete millones de cafés logras deshacerte de este cansancio que te agarra de los tobillos y te susurra con sensualidad al oído “vuelve a la cama, no hay nada ahí fuera que mejore la sensación de estar abrazado a una almohada”. Y lleva razón.

Del madrugón de turno y lo de tener que despertarnos cuando el sol todavía no asoma ni tímidamente en lontananza lo dejamos para otro momento, acongojados como estamos ante el previsible cambio de hora definitivo que se barajan en despachos de corte europeísta y que, de ser aprobado, nos sumirá en un estado de perpetua oscuridad. O romperá en dos nuestros relojes internos y/o biológicos.

Para los que nunca soportamos la vuelta al cole, porque consideramos que no hay nada más placentero que estar tumbado a la bartola rascándonos el ombligo sin mayor preocupación que ver la vida pasar, la vuelta a la oficina, a las aulas o al lugar habitual de trabajo se vuelven empinados como escalar el Tourmalet en bici usando una sola pierna. Y si ya eres un melómano de pro y la música lo es todo en tu día a día, tienes un doble pesar. Ya se acabó lo de la canción del verano. Ya no quedan festivales. Ya alguien le puso voz alguna vez a este sentimiento: No quedan días de verano.

En este estío sin hastío has podido disfrutar de tus grupos favoritos, en ocasiones en primera fila y en otras has tenido que intuírlos en pantalla grande a muchísima distancia del escenario. Has aguantado colas kilométricas para hacerte con un refrigerio con el que sobrellevar el calor, has experimentado en tus propias carnes la inmundicia del ser humano cuando se trata de aliviar cargas de forma fisiológica en recintos plagados de personas que también necesitan orinar y te has dado cuenta de que no hay mayor error que estrenar en un evento así esas zapatillas que parecían tan cómodas cuando las compraste online.

Colas interminables en los aseos del festival

Colas interminables en los aseos del festival / Matt Cardy/Getty Images

Ay, alma de cántaro. ¿Y qué? Aún así, es una sensación que no cambiamos por nada. Y acabamos volviendo a casa el último día con unas agujetas del copón bendito, doloridos, sin apenas haber dormido y maldiciendo para nuestros adentros que nos estamos volviendo mayores y que nunca más te vas a ver en una circunstancia tan siquiera parecida. Hasta que pasan dos días y ya estás echando de menos esa sensación única de libertad que te ofrece ese recinto atestado de gente, donde miles de almas cantan al unísono esa canción que logra hacerte llorar de emoción. Y esa otra que lubrica tus engranajes internos y te convierte en un endemoniado ser danzarín e hipervitaminado. Un lugar plagado de estímulos y sensaciones donde ser tú mismo es más sencillo que en cualquier otra parte. Es casa. Pese a que no se parezca en casi nada al lugar donde sueles pernoctar.

Madrugones criminales, rutinas atragantadas, ausencia de rayos de luz que acaricien nuestros torneados y escultóricos cuerpos y falta de festivales. Panorama desolador, ¿no? Pues no, diablos. Nos queda la música. En su máximo esplendor. Ese clavo ardiendo que dota de sentido a nuestra existencia. Nos queda cantar a grito pelado en la ducha mañanera, por muy de madrugada que sea. Aferrarnos a la salvación de enchufar los cascos y escuchar en bucle esa canción que nos tiene obsesionados y que convierte el metro en hora punta en un lugar de lo más apacible.

Sumergirnos en mitad de un paseo dentro de esa actuación musical callejera que te topas frente a frente y te seduce hasta el stendhalazo. Probar a conocer nuevos artistas, llenar con tu presencia por igual grandes recintos y rincones íntimos. Visitar macrobolazos y recónditos parajes , descubrir nuevos temas en modo aleatorio, esperando esa preciosa casualidad en forma de canción que nos esclavice para siempre.

Nos queda también aguardar al evento del año, 2 de Noviembre, día en que se para el mundo con la celebración de Los40 Music Awards 2018 . Hasta entonces, transistor, podcast, Los40 en vena, vinilos, cassettes, CDs, MP3, plataformas de streaming, canturreos, karaokes, bailes, lo que sea. Pero por favor, que tenga que ver con la música. Ya veréis como la cuesta arriba de este infame mes de septiembre se va transformando en una llanura, aparecen bolas cristalizadas de discoteca, el ritmo invade tu alrededor y la vida al fin vuelve a cobrar sentido.

 Vuelve al espejo. Ese que nunca miente. Y márcate un playback con, pongamos por caso, esta canción.

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