Larga vida al karaoke, el lugar donde nuestros sueños se hacen realidad

Toma las riendas, agarra el micro y creéte Miley Cyrus. / GETTY
Ahí fuera se mece la madrugada, siempre cómplice, siempre silenciosa. Los neones tintinean en los bares semicerrados y solo se escucha el trote de los camiones de basura al alba. Las temperaturas han caído en picado en las últimas semanas y nunca está de más echarse una rebequita a los hombros. Pero ahí estás tú. En mitad del gentío, sudando la gota gorda en un antro infestado de gente.
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Feligreses fieles que acuden prestos a la llamada de la selva. A un lugar en el que el hábitat nos muestra una fauna de lo más variopinta. He aquí al fondo ese grupito de despedida de soltera, que suben en hordas al escenario y utilizan fálicas formas a modo de micrófono, que el local solo tiene un par disponibles. Las letras se van coloreando en una pantalla con un fondo paisajístico condenadamente hipnótico. Más allá, entre la vigilia y el sueño, deja entrever su rostro ese señor que roza la jubilación y acude con religiosa puntualidad todos los días que componen la semana. No canta nada, sólo observa, sigiloso, alejado de los focos. Si te fijas, más adelante está el repeinao. Ese que se sabe superior a la media porque entona con un mínimo de decencia y se mueve sobre el escenario como un animal herido. Escénicamente intachable, con pintas de trasnochador oficial y con un swing en las caderas que complementa con miradas leoninas y sobreactuados guiños de ojos para ganar la complicidad de las primeras filas.
En esa esquina, esa pareja de arrullados treintañeros que acuden mínimo una vez por semana y solo cantan una de Pimpinella. ¿Quién es? Soy yo. ¿Qué vienes a buscar? A ti. Ya es tarde…y así en bucle, funcionando como vacuna contra el sopor conyugal. ¿Y qué me dicen de la motivada que siempre pide doce canciones y no existe modo alguno de quitarle el micro? A la cuarta vez que su nombre aparece en pantalla los murmullos comienzan a ser audibles. ¿Otra de la Pantoja? No me lo puedo creer.
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También están los dos chavales de pantalones pitillo rotos por la rodilla, más perdidos que un pulpo en un garaje, que buscan infatigables alguna de C. Tangana o de Yung Beef en esos gigantescos tomos donde se agolpan artistas y canciones como si de una enciclopedia Salvat de la cultura musical se tratase. Y no entienden que haya diecisiete millones de canciones de Eros Ramazzotti, cuatrocientas páginas a la salud de Sir Elton John y nada que sea más de ahora, más de la calle. Y luego está ella. La auténtica diosa del tugurio. Aquella que cuando canta suenan de fondo las trompetas de Jericó. Sí, es la que se atreve con la canción de Whitney Houston de la banda sonora de El Guardaespaldas. Y la clava la muy jefa. Y damos fe de que no es fácil.
Sin nombrarlo, ya lo han adivinado. Hablamos del karaoke. Un lugar único, donde el aburrimiento no sabe abrirse camino. Ya tomes una actitud pasiva o activa, pasar un buen rato es de obligado cumplimiento. Criticando a quien sube a comerse el escenario o mostrándole al mundo que hay una estrella entre tu diafragma y tu perineo deseando cegar a los presentes con su brillo.
En el karaoke la democracia y la empatía son reales y tangibles. Lo hagas bien, mal o regular, la gente va a premiar tu empeño con un sonoro aplauso
En su defensa, argumentar que es un sitio donde la democracia y la empatía funcionan, son reales y tangibles. Como en el ágora de Atenas. Lo hagas bien, mal o regular, la gente va a premiar tu empeño con un sonoro aplauso, algunos vítores y sonrisas por doquier. La amistad aflora en circunstancias de lo más insospechadas, y a la segunda copa probablemente hinques rodilla en el suelo en señal de reverencia ante personas a las que en la calle regalarías tu desprecio sin mayor miramiento. Un lugar donde la gente más diversa siente acomodo, donde la persona más tímida encuentra una válvula de escape. Un sitio más chachi que Eurovisión. Aquí Manel Navarro suelta el gallo de Do it for your lover y recibiría una atronadora ovación cerrada. Chúpate esa, maravilloso festival europeo de la canción.
Existen varias tesis sobre su origen. Algunos lo atribuyen a un programa estadounidense de la televisión de los sesenta donde aparecía la letra de las canciones sobreimpresa en pantalla para que pudieran cantarla en casa, aunque técnicamente no sea un karaoke. Otros directamente lo ubican en Japón, país de donde proviene terminológicamente (Kara significa vacío y Oke es el diminutivo de orquesta, esto es, que la orquesta toca en vacío, sin cantante). En un pequeño bar de Kobe, un guitarrista debía tocar pero se puso enfermo y el propietario puso grabaciones con canciones ofreciendo micros a los clientes para que pusieran su voz. Otros apuntan a la figura del cantante Inoue Daisuke, creador de una máquina que reproducía grabaciones de sus canciones para que se pudieran cantar en eventos.
Sea como fuere, ellos han llevado el karaoke a alcanzar la excelencia, con un concepto bastante diferente al occidental. Allí la cosa va por salas privadas e insonorizadas, donde comer, beber, y minimizar el ridículo (solo para los tuyos) están permitidos. Ya lo vimos en Lost in Translation, ¿no?
Hoy día el karaoke ha inundado la cultura occidental. Las antiguas máquinas de karaoke para montar un festejo en el salón han dado paso a multitud de videojuegos, pero también. está en la calle, y en la tele, y algunos visionarios como James Corden lo han reinventado, creando el Carpool karaoke. Lo de invitar a lo más granado de la música también contribuye al éxito.
Para nosotros, para los fans irredentos, siempre será el lugar perfecto en el que acabar una noche de juerga. Nunca nadie diría que quiere entrar a horas intempestivas en un lugar enmoquetado hasta el techo con cierto regusto a mediocridad fuera a ser tan condenadamente placentero. Y que leer en una pantalla eso de SIGUIENTE CANCIÓN: seguido de tu nombre artístico es un pequeño placer de los confesables. Y que no nos falte nunca.
* Chris Val es colaborador de LOS40. Síguelo en Twitter.












