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Rosalía: Todo lo que necesitas saber de su disco ‘El Mal Querer’
Sale al fin a la venta el disco del que todo el mundo habla
La mano de Rosalía Vila toca las nubes, arranca una manzana imaginaria y se la lleva a la boca. Detrás, las sempiternas palmas se preñan de ecos y estallan, y los coros rezuman olés. Su pelo se enzarza con el viento. Sus uñas largas de gel rasgan el aire, dos dedos perfectamente horizontales, otros dos realizando el juego de cierre de la mano, los anillos de oro presionando las falanges. El gesto, fotograma a fotograma, se empapa de parsimonia, y uno se imagina caballos negros rampantes a cada lado para otorgarle simetría al momento. Inmejorable marco para que irrumpa su voz. Cálida y frágil. Es entonces cuando todo se superpone, y nos importa un bledo el orden de los factores. Aquí es donde se rasgan las vestiduras los acólitos de la pureza. Donde reniegan unos y otros, abrumados ante la propuesta criolla. Aquí hay Lorca y hay chándal, vanguardia y tradición, quejío y Whatsapp, tacones de tablao y Air Max, y la superposición de dos géneros en esencia tan dispares, que nos otorgan una etiqueta que ha sido apaleada con demasiada frecuencia: flamenco urbano.
Un párrafo para los que persiguen con mano férrea la tan cacareada apropiación cultural: Inspiren, expiren y miren a su alrededor. Todo lo que vemos, disfrutamos y paladeamos es un compendio, un batiburrillo en ocasiones descabezado, un megamix de culturas que se contaminan. Quien defienda la pureza como único camino a la perfección vivirá obcecado por sacarle brillo a las urnas donde guarda la esencia de lo culturalmente propio. Y ahí fuera todo está embarrado, los géneros se engarzan y la mezcla le gana terreno a lo intocable, lo impoluto y lo auténtico.
Este disco es, en palabras de la propia Rosalía, “mi forma de entender el flamenco”. También lo fue su anterior trabajo, de corte más académico y al amparo de alguien como Raúl Refree, que de reinventar tradiciones sabe un rato y ya lo demostró con Silvia Pérez Cruz. Ahora, el compañero de viaje en la producción es Pablo Díaz-Reixa, alias El Guincho, que en su carrera discográfica ha sabido empapar su musicalidad de un tropicalismo electrónico de lo más fresquito, y de la mano de Rosalía ha elaborado un tándem sobre unos pilares férreos: coros flamencos y palmas abrazándose a arreglos minimalistas. Ella compone y produce y lame el sabor a óxido de la gota de sangre de la navaja, para luego escupir sobre el lienzo verdades atemporales que colorea con los distintos matices de su voz. Y el resultado es un óleo de claroscuros, donde la oscuridad sirve como contraposición de una luz cegadora, que emerge a borbotones de sus cuerdas vocales. Un purasangre que sabe contemporizar. Una fuente de tronío sosegado. Una explosión controlada por artificieros.
Aquí hay Lorca y hay chándal, vanguardia y tradición, quejío y Whatsapp, tacones de tablao y Air Max
El mal querer es un acierto conceptual. La distribución de las canciones y su hilo conductor quiere contar a gritos una historia, que podemos seccionar en los diferentes pasos que provoca el querer mal entendido. Media hora distribuida en once canciones. Augurio, boda, celos, disputa, lamento, clausura, liturgia, éxtasis, concepción, cordura y poder.
Violines, pianos y guitarras flamencas se alían con los requiebros de su voz para contar festejos que duran hasta el alba, gemas preciosas que ciegan a aquel que las mira, y reflexiones sobre cómo lo visceral inunda nuestras emociones hasta convertirnos en sus esclavos. Intercalando sin sonrojo los palos con más raíces (Reniego, Que no salga la Luna) con collages sonoros de vanguardia (Maldición), sus tres singles hasta la fecha (Malamente, Pienso en tu mirá y Di mi nombre) refrescantes inventos llenos de color (Bagdag) canciones de cuna de precioso regusto (Nana) o un cierre de disco titulado A ningún hombre y que supone todo un grito sólido a favor del empoderamiento femenino.
Así las cosas, el vértigo parece acecharla en cualquier esquina, y no es para menos. Segundo disco, firmado para una multinacional. Ejerciendo labores de magnetismo visual desplegando todo su duende en la meca publicitaria que es Times Square. Almodóvar llamando a su puerta para darle un papel protagonista en su próxima película. Preciosismo estético multiplicado por la enésima potencia en cada uno de sus vídeos. Culpa de la productora catalana Canadá (dueños de lo lindo que han quedado Malamente y Pienso en tu Mirá) así como de Caviar, que se han currado el último hasta la fecha, Di mi nombre.
La tormenta de halagos no cesa, y cae a goterones. Colaboraciones con J Balvin, C Tangana, Pharrell Williams, nominaciones a los Grammy, Emilie Ratajkoski bailando tu Malamente, y rompiendo fronteras acudiendo a uno de los programas musicales más prestigiosos de la historia, el de Jools Holland en la BBC británica.
El hype tiene mimbres, quillo. Y ahora Rosalía tiene que afrontar todo lo que está por detrás. Gente envilecida por tu éxito, trepas del más diverso pelaje que recomendarán caminos sin ser previamente preguntados, visionarios que quiera exprimir el momento y acabar quemando a una artista de los pies a la cabeza que hace poco tiempo podía defender su legado flamenco aletargada en una cueva chiquita y sentada en un taburete, y ahora plantea giras multitudinarias con coreografías imposibles y parece sentirse obligada por las expectativas a ser la Beyoncé o la Lady Gaga patria.
Quizá por estos lares haya quienes opinen que la cosa no es para tanto, una niña mona con buena voz a la que están inflando artificialmente para conseguir un producto definitivo y universal con una apuesta marketiniana que va dando frutos, pero por mi parte sólo reclamo un ejercicio mental más: Imagínense por un momento el cataclismo que puede provocar su escucha en la cabeza de un muchacho de Cork, Irlanda, que nunca haya tenido interés o vínculo alguno con el flamenco. Pues eso mismo: Trá-Trá.