4 años sin Joe Cocker. Repasamos su obra y milagros
Bastantes le recordarán por esa entrañable cabecera de la serie 'Aquellos Maravillosos Años'
Suenan los primeros acordes. Delante, Kim Bassinger recorta con su cuerpo al contraluz. Su figura se contonea de ardorosas formas, acariciando el canto de una persiana que le sirve de biombo translúcido tras el que menearse para elevar a su antojo el voltaje de la sala. Enfrente, sentado sobre una cama, el díscolo Mickey Rourke, más caliente que el sobaco de un churrero y tan tenso que se enciende el mismo pitillo cuatro veces. Ojo, spoiler, puede que estos dos seres acaben encamados.
La canción exhorta a Kim para que se quite todo, con enumeración de prendas incluida, pero con una salvedad: puede dejarse puesto el sombrero. Un sombrero que no aparece por ningún lado, pero no importa. Era 1986 y se realizaba el más icónico de los strip teases. El mundo entero aplaudía con las orejas y corrían en bandadas desbocadas para hacerse con aquel single, que desde entonces pasaría a convertirse en el himno oficial de cualquier baile con desnudo que se precie. Salvo que lo quieras edulcorar con un poco de guasa, en tal caso recurriremos al también manido tema de Full Monty. Válido igualmente para cuerpos escombro, que al final lo que cuenta es la intención.
Para muchos, ese puede ser el único momento vital en el que sus orejas han sintonizado la voz de Joe Cocker, un fontanero afable de un barrio obrero de Sheffield que acarició la fama con vigoroso abrazo. Otros (bastantes) también recordarán esa entrañable cabecera de la serie Aquellos Maravillosos Años, una versión muy personal del With a Little Help From My Friends de los Beatles, toda una oda elegíaca sobre la amistad. Con el mismísimo Jimmy Page a la guitarra.
Esta canción fue la primera con la que paladeó las mieles del éxito. Una revisión de un mito del pop que tras un conveniente lavado de cara se convirtió en un rotundo himno Soul. Y que también haría suya después dentro de una formación grupal. Desde 1966 Cocker estuvo a los mandos de The Grease Band, con la que desplegó un rock rotundo con mucho blues insertado y toques de psicodelia, tan presentes en la época.
Si hay un hito en la historia personal y musical de Joe Cocker puede que sea su intervención en el mítico festival norteamericano de Woodstock. Arropado por The Grease Band, esta actuación acabó por reservarle un trono en el selecto olimpo de los dioses del rock. El turno de Cocker se produjo a las 14 horas del domingo 17 de agosto en la granja de Bethel, Nueva York, donde se llevó a cabo el festival más recordado de la historia. Justo antes había sido el turno de Jefferson Airplane´s, que habían dejado un listón altísimo. Cocker & cía se plantaron sobre el escenario siendo unos perfectos desconocidos para la parroquia estadounidense. Y en 40 minutos se metió a todos en el bolsillo con una vitalidad casi indecente y un poderío al alcance de muy pocos. Su cierre, con una interpretación energéticamente insuperable y plagada de actitud y sudor, llevando su hasta entonces gran éxito a unas altísimas cotas de excelencia le abrió de par en par las puertas del mercado yanqui. Una semana después estaba actuando en el show de Ed Sullivan. Había un muchachito nuevo en el rock.
Que sus grandes éxitos fueran en su mayoría versiones no resta un ápice de grandeza a su carrera artística, cimentada fundamentalmente en una voz sin parangón. En su mirilla, gente con la fuerza de Ray Charles y Otis Reading. Y una voz de gran cantante negro luchando por subsistir en un pecho de un enjuto hombrecillo blanco británico. Te puede gustar más o menos, pero sencillamente no hay nadie que cante como él lo hacía. Una voz que, como su dueño, abrazaba el extremo. Rugosa como si en vez de garganta tuviera una Spontex, convenientemente regada por tabaco, alcohol y otras drogas.Una voz que no le pegaba, que no era suya, imposible de adjudicársela en una especie de cata a ciegas. Una voz imposible de domar, rasgada a base de excesos y tan cálida que desnuda con oírla. Carnalidad y crudeza al servicio de la emoción.
Posteriormente, esa vitalidad de la que hacía gala y mostraba músculo se fue sometiendo al paso inexorable de los años y las modas. Y lo del ciclón sobre el escenario plagado de sangre, sudor y lágrimas dejó paso a una pose medida y estudiada de dandy trasnochado. Un crooner de local ahumado y de luces tamizadas, que se apropió de grandes himnos del pop para revisionarlos, consciente de que el mercado estaba protagonizando un cambio sustancioso y la balada ochentera se abría paso a codazos.
Sus últimos años de carrera discográfica, desde los noventa hasta su fallecimiento, estuvieron plagados de interminables giras. Un vivir de los réditos no exento de dignidad, con su pose impertérrita de galán clásico intacta, pero sin renaceres estilísticos que le otorgaran de una segunda juventud. Exprimir el mercado discográfico haciendo bueno lo ya conseguido hasta la fecha. Un lugar común para el grueso de las grandes leyendas.
El 22 de diciembre de 2014 Joe Cocker fallecía víctima de un cáncer de pulmón. Para todos aquellos que le conocieron, un tipo de lo más afable al que sus compañeros de profesión encumbraron gracias a su bondad. Y para los que no le conocimos, el dueño de la voz más ardiente propulsada por una boca de sexo masculino. Una voz que nunca podrá apagarse, no hay bomberos en el mundo para asfixiar ese fuego . Podemos dejarnos puesto el sombrero, pero preferimos quitárnoslo, en un acto honrado acompañado de genuflexión y reverencia. Va por ti, Joe.