Vampire Weekend han madurado (pero no mucho) y presentan su cuarto disco: The Father of the Bride

En este álbum los neoyorquinos luchan contra la efervescencia de un comienzo de carrera abrumador, contra el efecto rebote y contra el “suenan a lo mismo de siempre”

Ezra Koenig de Vampire Weekend, durante una actuación en Lollapalooza 2018 en Chicago. / Josh Brasted/FilmMagic

Vampire Weekend llegaron como una broma. No de esas de mal gusto, sino pergeñadas desde la inocencia, lejos de provocar enfados ni grescas de suburbio, pero suficientes como para meter un poquito el dedo en la llaga. Aparecieron de la nada, en 2007, demostrándole al mundo que el pop podía respirar por branquias mientras otros se enzarzaban en inventar nuevos modos de respiración aeróbica. Aire fresco para enfrentarse

Tres fulanos neoyorquinos que han presenciado el estallido de otras bandas que pretendian hacerse con el cetro del pop rock una vez inaugurado el nuevo milenio. Strokes, Franz Ferdinand, The Hives o Arctic Monkeys andaban a codazos por imponer un nuevo estilo. Y de repente estos cuatro pavos (ahora ya tres), con pinta de no haber roto un plato en su anodina vida, se sacan de la manga un sencillo que debería estar enmarcado en cualquier music hall que se precie.

Este A-Punk fue la explosiva carta de presentación de un grupo que respiraba un oxígeno demasiado puro. Y eso, en una escena en ocasiones anquilosada en la que se intenta de forma perenne la cuadratura del círculo con revisiones, vueltas de tuerca y revivals constantes en la búsqueda de la pepita de oro, se agradece. Vampire Weekend tampoco había inventado nada, y sin embargo sonaban a algo nunca antes escuchado. Una música de digestión sencilla que bebía de fuentes alejadas de la tradición anglosajona del pop. Que expandían un poco más su pequeño universo personal con el único objetivo de globalizar su música. Llenarla de arreglos de aquellos que podríamos catalogar como de “músicas del mundo”, afinar una guitarra de lo más reconocible en sus punteos. Quizá la clave de su éxito precoz fue precisamente esa facilidad de saber que una canción era suya con tan solo escuchar un par de acordes.

Los Vampire Weekend han madurado. Aunque no demasiado (...) Y la vertiente punk y más gamberra deja espacio a una suerte de soft rock con reminiscencias folk

Doce años después de aquel prometedor comienzo, vuelven al ruedo. Con cambios sustanciales, primero en la formación. Ya no cuentan en sus filas con Rostam Batmanglij, dueño y señor de los teclados y uno de los más activos en eso de poner la creatividad encima de la mesa. El cuarteto ya es trío, Un segundo elemento diferenciador radica en el tiempo transcurrido entre su debut y este The Father of the Bride. El vocalista, Ezra Koenig, es padre. Toma hostia de madurez. Y esa experiencia vital abre nuevos recovecos compositivos, al mismo tiempo que cierra otros más asociados a la adolescencia y los brotes furibundos de acné. Cambiamos priorizar los corazones rotos por la seguridad de ciertos toboganes en las zonas infantiles y asegurarnos de que esa guardería es en realidad trilingüe. Todo sea por nuestro retoño. Aunque las canciones sigan pivotando sobre la más indescriptible emoción humana. El amor, que nos seduce demasiado, también a estos vampiros del finde.

Los Vampire Weekend han madurado. Aunque no demasiado. Su cuarto disco respira una mayor pausa, pero tampoco quieren dejar de jugar a ser críos a primeras de cambio. Después de un tercer disco de aristas mucho más oscuras como fue Modern Vampires of the City, aquí vuelve el chorretón de luminosidad de corte positivista. Y la vertiente punk y más gamberra deja espacio a una suerte de soft rock con reminiscencias folk y su caterva de ruiditos y arreglos que le dan ese yo que sé que qué sé yo tan suculento. Y su ración de electropop condensado, por supuesto. Por si te lo preguntas: sí, en The Father of the Bride también te siguen entrando caras de pedirte un daiquiri y sacar a pasear tus camisetas más floridas. Pegan todo para pegarle una escucha tras otra a este trabajo doble, con 18 canciones de diversa longitud muchas de ellas apoyadas en la figura de una guest star de galones, como es Danielle Haim. Sí, de las Haim de toda la vida, que participa en varias canciones del LP.

Igualmente cierto es que las canciones parecen no tener ningún tipo de hilo conductor que las agrupe. A lo mejor en la cabeza de Konig todo esto tiene un sentido perfectamente estructurado, pero para el mundo ahí fuera, este cuarto disco funciona razonablemente bien si pensamos en las canciones como entes independientes unas de otras. Sin necesidad de entretejer ningún tipo de vínculo entre ellas. Cada pastilla, separada con naturalidad del resto en su correspondiente blíster. Ideal por tanto para intercalar canciones en playlist o radiarlas a modo de singles.

Así, sobre la mesa nos topamos con grandes himnos como Harmony Hall, los requiebros saltarines de Sunflower, ese toquecito tan suyo presente en This Life, baladas reconfortantes como We Belong Together, y hasta incluso tiempo para la experimentación con Sympathy. Y esta supone una declaración de intenciones su comienzo, donde Ezra pide que no te lo tomes tan en serio, para después arrancarse con un tifón de palmas y guitarras españolas de fondo que nos deja tan perplejos como fascinados.

Vampire Weekend lucha contra la efervescencia de un comienzo de carrera abrumador, contra el efecto rebote, contra el “suenan a lo mismo de siempre” en contraposición al “se les acaba de ir la olla con el nuevo sonido”. Contra el fantasma del cuarto disco, el de la consolidación o el fracaso. Y estas perspectivas suelen dar un poco de vértigo. La cosa es que a nuestros chicos parece importarles un auténtico bledo. Que lo suyo es disfrutar, y hacer disfrutar a los demás. Y en eso, más allá de análisis sesudos acerca de su deriva musical, siguen siendo de los mejores.

*Vampire Weekend estarán en Madrid el próximo 11 de julio de 2019 en el Mad Cool Festival.

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