Especial
Día de la Música: ¿Podemos vivir sin ella?
Habituados a movernos con los auriculares puestos, el reto de vivir sin música sería mayúsculo y ¿sin sentido?
A la pregunta de qué es la música, no hay respuesta incorrecta. Ni definitiva. Más si cabe cuesta encontrarla en un mundo en el que nos movemos constantemente con los cascos puestos y nuestro resumen del año en Spotify puede ir de Lola Índigo a Tame Impala, pasando por muchos otros artistas que lejos de vedar nuestro apetito por la música la estimulan.
Según el informe anual de la Federación Internacional de la Industria Fonográfica (IFPI), el Music Consumer Insight Report, en 2018 escuchamos de media casi 18 horas de música a la semana, teniendo en cuenta los datos de los 18 países analizados, entre ellos España. Dos horas y media de nuestro día a día las administramos con música de fondo, con una banda sonora que nos acompaña en el coche, mientras trabajamos o estudiamos, o como hilo para hacer más amenos los entrenamientos en el gimnasio, el cocinar o la limpieza. La música se ha convertido en un elemento cultural tan intrínseco a nuestras vidas que puede incluso llegar a pasar desapercibida entre esos actos reflejos de darle al play y al pause en el transporte público mientras consultamos el móvil. Y es aquí cuando llegamos a la verdadera pregunta obligada en el Día de la Música: ¿acaso podemos vivir sin ella? ¿Es inseparable de nuestra existencia?
Julio Arce, director del departamento de Musicología de la Universidad Complutense de Madrid, opina que sí podríamos vivir fuera de una playlist. Aunque, eso sí, “la vida dejaría de ser humana”, en el sentido de que las cosas prescindibles, como el no limitarnos a alimentarnos sino primar una experiencia culinaria, son precisamente los rasgos que nos distinguen del resto de series vivos. En suma, hablamos en definitivas cuentas de placer. El que nos vincula de una forma visceral a la música, cuyas melodías provocan en nosotros una respuesta emocional, de carácter universal, que nos transmite sentimientos sin necesidad de apoyarse de primeras en el léxico de una lengua.
Antes incluso de aprender a comunicarnos verbalmente de pequeños y de interiorizar el lenguaje, somos capaces de procesar la estructura de una melodía y de mostrar sensibilidad ante ello. El núcleo accumbens, una estructura del sistema nervioso, está relacionado con esas emociones musicales que nos produce estar en sintonía con la música. Estas conexiones neuronales intervienen en los niveles de dopamina y en el circuito de recompensa cerebral, transmitiendo a nuestro cuerpo esa sensación placentera que nos puede poner, por ejemplo, los vellos de punta.
Habitar una sociedad “libre” de música sería una distopía, ya que como explica el musicólogo Julio Arce, es “una actividad común a todas las culturas, que se ha dado en todas las épocas de la historia”. Cuando hablamos de música, podríamos estar incluso incurriendo en un error de concepto si no apelamos al plural de la palabra, teniendo en cuenta así distintos ámbitos culturales y distintos valores sociales que han definido su papel a lo largo de la historia, como el de la alabanza a Dios en la Edad Media.
“Hay etapas de la vida en que la música pasa a ser casi lo más importante”, comenta Arce. “En la adolescencia, por ejemplo, la música tiene gran importancia en la construcción de la personalidad individual y en la creación de las identidades colectivas”. Nos las apañamos para escuchar nuestra historia, para extraer significados personales y para entendernos. Ese es el fundamento de la función interpelativa de la música que sostiene Ramón Pelinski, etnomusicólogo, en su libro Invitación a la etnomusicología. Quince fragmentos y un tango. Habla, en definitiva, de la impresión de que nos sintamos como si hablasen de nosotros en las canciones y de la impronta que nos dejan en consecuencia y que nos acaba definiendo en personalidad.
Por eso, escuchar música, en todas sus manifestaciones, tiene tanto peso en nuestras vidas, porque no se trata de lo que “poseemos, compramos o consumimos”, tal y como aduce Julio Arce, sino de lo que “percibimos y sentimos”. Es ese recordatorio que nos ancla a la Tierra y que nos sirve como diario para dar sentido a la mochila emocional con la que cargamos. Es “la posibilidad de comprender el mundo de tal manera que las acciones humanas adquieran sentido”, según el filósofo Paul Ricoeur. A la música, aunque no sepamos describirla con precisión, le asignamos el poder de reafirmarnos como animales sociales.
¿Sería posible eliminarla de nuestras vidas? “Existe un consenso casi generalizado entre los musicólogos: la música es un lenguaje. Lo que no está tan claro es que sea un lenguaje universal, puesto que lo que en la cultura occidental se entiende como música es distinto a lo que consideran en otros escenarios culturales”, comenta Arce con respecto al significado de la música. Un lenguaje que construimos colectivamente otorgándole un significado a lo que escuchamos. Podrá cambiar nuestra relación o el valor social y cultural, pero difícilmente resistiremos la tentación, el placer, que supone para nosotros la música. Somos demasiado humanos.