‘Nomadland’: la vida estaba ahí fuera y no supimos verla
Frances McDormand y Chloé Zhao son dos de las mujeres favoritas para alzarse con el Óscar por esta enorme y emotiva 'road movie'
Hay películas que retratan estados de ánimo y otras que los provocan. Las primeras suelen caer en el olvido. Al fin y al cabo, ¿para qué necesitamos algo que no nos conmueve si no es para entretenernos antes de pasar a otra cosa? Las segundas, sin embargo, trascidenden; nos tocan la fibra sensible y nos transforman por dentro. De ellas aprendemos a mirar la vida con otros ojos. A veces hasta consiguen que nos comprendamos un poco mejor. Forman parte de ese cine elevado, evocador y poderoso que tiene la función de capturar lo sublime a través de las imágenes. Tarkovsky, Bergman, Malick, Mizoguchi y Kurosawa fueron expertos en ello. Nomadland también pertenece a esa categoría.
Chloé Zhao y Frances McDormand son las dos mujeres responsables de que esta película haya llegado tan lejos. La segunda necesitaba a alguien con la visión y la sensibilidad adecuadas para llevar la historia de estos nómadas estadounidenses a buen puerto. La primera llevaba bajo el brazo un currículum con películas enormes como The Rider y McDormand le presentó el proyecto para que ella lo dirigiera. El tándem ha funcionado a la perfección: McDormand está increíble como esa veterana mujer que vaga por los vastos y pedregosos desiertos de Nevada tratando de encontrarse consigo misma y con la Tierra al tiempo que busca trabajos temporales para sobrevivir. Mientras, Chloé Zhao imprime a la película un ritmo pausado que convierte Nomadland en un espectáculo contemplativo sobre el reencuentro del individuo con su entorno y la incertidumbre vital de quienes deciden ser libres en medio del caos.
Nomadland, al igual que Jep Gambardella en La gran belleza, trata de encontrar en el entorno esos "inconstantes destellos de belleza" que nos hacen reconectar con el presente. Al principio podemos caer en el prejuicio de pensar que la película presenta a gente pobre, fracasada o apartada de la sociedad que, sin rumbo por la vida, vaga sin saber dónde caerse muerta tras haber sido apartadas por el sistema. Sin embargo, poco a poco descubrimos en personajes como Dave (David Strathairm) o en la propia Fern (McDromand) que su vida trashumante no solo responde a cuestiones económicas, sino que son espíritus irredentos que necesitan de la libertad (en este caso, la que da la carretera: la vida nómada) para sentirse plenos y en armonía tanto consigo mismos como con los seres de su entorno.
Todo esto me hace pensar que Nomadland no es tanto un retrato de cómo la sociedad aliena y aparta al ser humano de su esencia primitiva sino de cómo los humanos ya hemos aceptado esa condición alienante e imposible de cambiar a corto plazo y tratamos de combatirla. La película trata de forcejear con el sistema al proponer un estilo de vida alternativo cuyo objetivo es vivir buscando esos "destellos de belleza" y libertad que John O'Donohue describió El abrazo invisible como momentos "juguetones como la luz del amanecer que no se pueden prever pero a veces surgen en una situación o escena de la forma más inesperada". La concatenación de hermosas escenas filmadas por Joshua James Richards, el director de fotografía, hacen recordar a esos bellísimos tableaux vivants que nos regaló Néstor Almendros en Días del cielo. La mayoría de planos están rodados en lo que en cine se conoce como 'hora mágica', lo que remite a esa búsqueda eterna de la belleza en el entorno.
Porque Nomadland, recordemos, bebe del cine de Terrence Malick, solo que Chloé Zhao tiene los pies sobre la tierra y no en el terreno de la filosofía y el espíritu. Sus personajes no están abstraídos; son seres humanos de carne y hueso con problemas materiales. No son conceptos representados en personas, sino personas que viven las experiencias derivadas de esos conceptos. Necesitan libertad para sentirse humanos. No pueden encadenarse a un estilo de vida porque no soportan la realidad de la rutina. Sí, son desheredados, como la familia Joad de Las uvas de la ira, pero en parte lo son por voluntad propia, pues tampoco serían capaces de adaptarse a otra forma de vida. Son nómadas, como los auténticos pioneros del Lejano Oeste, que viven el presente y no buscan llegar a una meta, pues su meta es el camino y lo recorren de forma circular y eterna reencontrándose unos con otros (y consigo mismos).
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Por eso Nomadland, además de una road movie melancólica, es un western moderno, como lo son Comanchería y The Rider y como lo fueron en su momento Hombres sin fronteras, Vidas Rebeldes, La última película y Llega un jinete libre y salvaje. Todos ellos fueron protagonizados por personajes irredentos, muchas veces perdedores (al menos a los ojos de una sociedad materialista y capitalista, valga el pleonasmo) que fueron pisoteados por la modernidad introducida por la revolución industrial. En Nomadland vislumbramos los restos de ese espíritu salvaje e independiente (que no individualista; eso lo vemos en las escenas comunitarias) innato del ser humano.
La representación de la vida en Nomadland bien podría ser una respuesta radical a los excesos que mostró Koyaanisqatsi. Es poderosa y nostálgica: nos enseña que la vida está ahí fuera, en el campo, en la carretera, en los bosques de secuoyas o al borde de un acantilado desde el que observamos un atardecer enmarcado en el agujero de una piedra. Algo que esta sociedad espídica y vertiginosa se ha empeñado en hacernos olvidar.
Nomadland se puede ver en cines y, a partir del 30 de abril, en el catálogo Star de Disney+ sin coste adicional.