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Sí: los coches eléctricos también contaminan
Aunque mientras circulan no emiten gases contaminantes, la fabricación de coches eléctricos también genera un elevado impacto medioambiental.
Los coches eléctricos están en boca de todos: en anuncios de radio, televisión e Internet. En los planes del Gobierno para incentivar su compra por parte de los ciudadanos. Y, también, en el discurso de quienes abogan por ellos para atajar uno de los principales problemas de las sociedades actuales: la elevada contaminación ambiental. Se calcula que la mala calidad del aire provoca 9 millones de muertes anuales en todo el mundo.
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Ante ello, la apuesta por la transición energética parece pasar, también, por abandonar progresivamente los vehículos de combustión para dar paso a los eléctricos. La reciente prohibición de fabricar coches diesel, gasolina e híbridos a partir de 2035 va en esa dirección. Pero, a menudo, los promotores del coche eléctrico obvian que su fabricación masiva tiene también un impacto en el planeta. Apenas se habla de ello, pero los coches eléctricos también contaminan.
Es cierto: este tipo de vehículos no emiten dióxido de carbono (el famoso CO2) mientras están circulando. Tampoco monóxido de carbono (CO), óxidos de nitrógeno (NOx) ni partículas en suspensión (PM). De hecho, ni siquiera tienen tubo de escape, dado que no lo necesitan. Sin embargo, eso no implica que fabricar un vehículo eléctrico no provoque una huella de carbono muy significativa. Pero, ¿cómo y cuánto contaminan estos coches?
Las respuestas a esa pregunta han sido muchas y muy variadas a lo largo de los últimos años. Según datos de Green NCAP, un laboratorio que analiza el potencial contaminante de los coches, la producción de 1 kWh conlleva 154 gramos de CO2. Esto se traduce en que un coche eléctrico con una batería entre 50 y 60 kWh generará una contaminación de cerca de 7 millones de toneladas de CO2 a lo largo de su vida útil.
Sin embargo, uno de los estudios más llamativos en este sentido lo ofreció la propia industria automovilística. En concreto, la marca sueca Volvo, que a finales de 2021 publicó un estudio en el que reconocía que la fabricación de sus coches eléctricos generaba incluso más CO2 que la de los vehículos de combustión. En concreto, la marca certificó que la fabricación de un Volvo XC40 (de combustión) emite 14 toneladas de CO2, frente a las 25 toneladas que, según sus cálculos, genera la fabricación de su modelo eléctrico C40 Recharge. Eso sí: Volvo quiso dejar claro en todo momento que esas mayores emisiones se compensan con creces a lo largo de la vida útil del vehículo, durante la cual las emisiones brillan por su ausencia.
El reciclaje de las baterías, un reto
Cuando esa vida útil termina, aparece el siguiente de los problemas. Y no es precisamente menor: la gestión de los residuos, especialmente de las baterías, es un desafío de primer nivel dado que se trata de materiales altamente contaminantes. Ante ello, lo más apropiado sería reciclar todos los componentes que puedan ser reutilizados para otros productos. El acero, el níquel o el litio pueden recuperarse para dar vida a otras baterías.
En ese sentido, cada vez son más los avances tecnológicos enfocados a corregir este inconveniente. Según un trabajo llevado a cabo en 2021 por investigadores de la Universidad de Cornell, en Estados Unidos, las baterías podrían utilizarse como reserva de energías renovables. Esa es, de hecho, la base de proyectos como el que Nissan y Endesa tienen en Melilla, bautizado como Second Life, en el que las baterías usadas sirven de almacenamiento estacionario para mejorar la estabilidad de la red y garantizar su continuidad. Una solución que no deja de ser anecdótica frente a las millones de baterías que ya está empezando a desechar la industria automovilística, y que se prevé que se multiplique en los próximos años.
A todo ello hay que añadirle la naturaleza de las energías que se utilizan para posibilitar los procesos de fabricación de un vehículo y el origen y las condiciones en las que se hayan extraído las materias primas necesarias para ello. Si las primeras proceden de fuentes renovables, el impacto medioambiental será siempre menor. Si las segundas se extraen en condiciones de dudoso respeto a los derechos humanos y laborales, algo muy frecuente en el caso de minerales como el coltán o el litio, la sostenibildad se resiente.
Por último, que no menos importante, el abuso del vehículo privado tiene consecuencias que van más allá de lo que emiten por el tubo de escape. Cada año se producen en Espala 11.000 atropellos, de los que 10.000 tienen lugar en ciudad. Un coche (eléctrico o no) pasa el 95% de su vida útil detenido, ocupando generalmente un valioso espacio en la vía pública. Y los conductores de ciudades como Barcelona y Madrid pierden 59 y 41 horas anuales en atascos, respectivamente, según la marca de navegadores TomTom.
Quizá la movilidad del futuro, al menos en el ámbito urbano, ha de pasar por un cambio de modelo que priorice el transporte público, los medios de transporte verdaderamente limpios como la bicicleta o la apuesta por las ciudades 15 minutos, en las que la necesidad de desplazamiento se reduzca en favor de una vida más cercana, más limpia y mejor para todos.