Veinte años sin Joaquín Luqui, el maestro de la radio que marcó a millones de amantes de la música
Un estilo muy personal y su pasmosa sencillez cautivaron a varias generaciones de oyentes

Foto: LOS40
Probablemente lo más obvio que puede decirse de Joaquín Luqui es que no hubo, ni hay, ni habrá nadie como él. Era comunicador y fan a la vez, mezclando ambos conceptos tan desordenadamente como su blanca melena. Fue más grande que muchos de los músicos cuyos discos pinchó y a quienes entrevistó. Cuando importantes estrellas internacionales venían a España, lo primero que hacían era preguntar por él; y si lo veían, lo abrazaban como a un viejo camarada. Tan cariñoso como con los artistas lo era con los oyentes, con quienes a menudo se detenía por la calle, siempre bolsa de plástico en mano, a escucharlos educadamente, aunque eso implicara llegar justo de tiempo a la emisora. A todos caía bien; algo lógico, pues era, antes que locutor de radio, una buena persona, de las que no abundan.
Luqui nos dejó hace ahora veinte años, y el vacío de su ausencia no puede reemplazarse. Podríamos dedicar estas líneas a repasar por qué fue tan importante, como si hubiera que explicarlo. Tarea estéril, pues todos sabemos el porqué de su enorme papel en la música y la radio de este país. En cualquier caso, y desde un punto de vista académico, no hay que pasar por alto la técnica natural e inagualable de Luqui, que acuñó un léxico propio, repleto de muletillas como “tres, dos o uno”, “tú y yo lo sabíamos” o “musicine”, que luego el público repetía en la calle para referirse a música o a cualquier otra cuestión.
No se limitaba a presentar canciones; se las ofrecía a los oyentes con genuina pasión, por lo que el público percibía que si ese tema había enamorado a Luqui (como así era), debía, como mínimo, prestarle toda su atención. Y, así, muchas de esas canciones se convirtieron en himnos gracias a él. Armado de modestia, decía entonces que “tú y yo lo sabíamos”, restándose mérito y haciendo partícipe al oyente (en singular) del triunfo final.

Joaquín Luqui, con Bee Gees.

Joaquín Luqui, con Bee Gees.
Pero tal vez más interesante resulte tratar de contar cómo era Luqui en las distancias cortas, lo que precisa de acopio de anécdotas vividas a su lado. Porque estar con él era garantía de momentos tan inenarrables como imborrables. Cualquiera que haya trabajado en la industria de la música los últimos cuarenta años atesorará infinidad de escenas sorprendentes con Luqui, que no sé por qué razón no se cuentan, como si evocarlas lo ridiculizara, cuando ocurre exactamente lo contrario: revelan a un hombre cercano y genial que ni siquiera era consciente de su éxito.
Pasé muchas, muchísimas horas pegado a Luqui en 40TV, donde yo trabajaba como redactor jefe primero, como subdirector después. Viajé con él en numerosas ocasiones, casi siempre fuera de España y, a veces, codo con codo en la misma fila del avión. Luqui era un hombre a quien si le contabas un problema personal, cuando volvía a verte tres días después lo primero que hacía era preguntarte por ese problema, que no había olvidado. Bueno, era lo segundo que hacía; lo primero era acercarse a ti y trazar con sus dedos una cruz en tu pecho, como si te bendijera.
Poco apreciada está su faceta de entrevistador. Al contrario de periodistas supuestamente “de raza” que asedian al entrevistado con preguntas incómodas para provocar respuestas fuera de tono, Luqui embaucaba con su carácter amable, haciendo que el artista se relajara y le contase cosas que no tenía pensado contar, como si se las confiara a un amigo. En una ocasión cayó en mis manos el vídeo de una entrevista que acababa de hacer a Bruce Springsteen. La charla duraba aproximadamente una hora, y en ese tiempo Luqui solo le había hecho dos preguntas. La primera, no lo olvidaré, era: “First, E Street band; now, alone” (“Primero, la E Street Band; ahora, solo”). Springsteen dudó un segundo ante la amplitud de la pregunta (que ni siquiera era pregunta, sino afirmación), y a continuación empezó a contarle vida y milagros durante media hora. Y así fue toda la entrevista.

Joaquín Luqui y Paul McCartney. / Archivo LOS40

Joaquín Luqui y Paul McCartney. / Archivo LOS40
Viajar con él era una experiencia única y muy divertida. En los aviones solía pedir que dejasen libre el asiento de en medio (si había tres por fila); al poco de sentarse, pedía todos los periódicos del día y procedía a efectuar una sesuda lectura de los mismos, recortando los artículos que más le interesaban (y eran muchos), y dejando las páginas sobrantes amontonadas en ese asiento central. Una vez que no pudo conseguir dicho espacio libre, comenzó a depositarlos en el suelo del pasillo, hasta que la auxiliar de vuelo le rogó que dejase de hacerlo, a lo que él accedió como ajeno a lo que sucedía.
En ciudades como Londres resultaba imposible pasear con él. Cada vez que nos cruzábamos con un grupo de españoles —lo que a menudo ocurría en cada cruce—, lo paraban para hacerse una foto con el ídolo de la radio. A lo cual accedía afectuoso, para disgusto de sus acompañantes, que deseábamos llegar cuanto antes a una tienda de discos o un pub a tomar una pinta.
En otra ocasión en que viajamos a la capital británica y nuestros billetes no eran ni mucho menos business, caminando por la terminal madrileña pasamos por delante de la sala de espera VIP. La azatafa que custodiaba la entrada lo asaltó y le (nos) invitó a pasar a ese espacio exclusivo para viajeros que habían pagado por un billete caro. Mientras yo aproveché para darme el desayuno de los campeones, Luqui se dedicó a llenarse los bolsillo de pequeños bombones de chocolate. “Al hijo de mi mejor amiga le chiflan los after hours”, dijo, refiriéndose, claro está, a los conocidos como after eights.
Los episodios desenfadados con Luqui se agolpan, y conozco muchos más que omito porque yo no estaba delante para dar fe de ellos. Y los evoco con una sonrisa, pues no solo fueron divertidos sino que muestran claramente que Luqui fue un hombre feliz que logró en la vida hacer lo que más le gustaba. Y pensar en eso solo puede provocar una sonrisa de ternura y una eterna admiración.