Rasputin, la pista de baile y un final en San Petersburgo: el extraño destino de Bobby Farrell (Boney M)

El cantante falleció en un hotel, solo, hace quince años

Boney M. De izda. a dcha.: Liz Mitchell, Bobby Farrell, Maizie Williams y Marcia Barrett. / Echoes

El 30 de diciembre de 2010, en una habitación de hotel de San Petersburgo, apareció muerto Bobby Farrell, el rostro masculino —y el cuerpo más desatado— de Boney M. Tenía 61 años. La causa oficial fue un fallo cardíaco. El detalle que convirtió la noticia en leyenda pop llegó inmediatamente después: Farrell murió el mismo día en que había fallecido Rasputín, personaje al que Boney M inmortalizó con uno de los mayores himnos de la era disco. Si la música pop tiene sentido del humor negro, aquel cierre fue difícil de mejorar.

Para entender a Bobby Farrell hay que empezar por desmontar un mito: no fue nunca el cantante principal de Boney M. De hecho, apenas cantaba en los discos. La voz masculina que sonaba en “Daddy cool”, “Ma Baker” o “Rasputin” pertenecía en realidad a Frank Farian, cerebro del proyecto, productor, compositor y ventrílocuo vocal del grupo. Farrell era, sobre todo, imagen, movimiento, energía sexual y caos coreografiado. El único hombre visible en un cuarteto de mujeres impecablemente sincronizadas, el que saltaba, giraba, se desarticulaba y parecía bailar como si el escenario estuviera a punto de incendiarse.

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Nacido en Aruba en 1949, Farrell tuvo una juventud errante y poco ortodoxa. Trabajó como marinero, vivió en varios países europeos y acabó recalando en Alemania Occidental, donde se cruzó con Farian a mediados de los setenta. El productor buscaba alguien que no pareciera un cantante tradicional, sino un cuerpo escénico capaz de romper la rigidez del pop televisivo. Farrell encajó a la perfección: flaco, fibroso, con un punto entre acróbata callejero y bailarín. Cuando Boney M explotó mundialmente, él se convirtió en el contraste absoluto frente al tono pulido y festivo del grupo.

Porque ahí está una de las grandes paradojas de Bobby Farrell: su vida fue todo menos festiva, mientras la música que representaba era puro escapismo. Boney M cantaba al amor, al baile, al Caribe imaginado desde Europa, a la noche eterna de la pista de baile. Farrell, en cambio, arrastró una existencia marcada por conflictos con Farian, problemas económicos y una sensación persistente de estar dentro del éxito pero fuera del control. En 1981 fue expulsado oficialmente del grupo por discrepancias con el productor, aunque regresó intermitentemente en distintas formaciones y giras posteriores, muchas veces bajo el ambiguo paraguas legal del nombre Boney M.

Ese limbo definió sus últimos años. Mientras los discos del grupo seguían vendiendo millones y sonando en bodas, verbenas y fiestas retro, Farrell actuaba en circuitos menores, a veces en condiciones precarias, defendiendo una herencia que no controlaba del todo. Y, sin embargo, seguía siendo irreemplazable: bastaba verle moverse para entender que Boney M sin Bobby Farrell perdía algo esencial, ese elemento ligeramente desquiciado que hacía creíble el exceso disco.

La muerte en San Petersburgo añadió una última capa de ironía a su biografía. Farrell estaba allí actuando en una gira navideña, defendiendo canciones que hablaban de alegría, ritmo y celebración. Murió solo, lejos de casa, en silencio, en contraste absoluto con la música que había animado a generaciones enteras. La coincidencia con el aniversario de la muerte de Rasputín fue demasiado perfecta para no alimentar el mito: el bailarín que dio vida al monje loco del pop murió como un personaje salido de su propia canción.

Bobby Farrell no ocupa un lugar central en la historia “seria” del pop, pero sí uno profundamente simbólico. Representa la cara B del estrellato disco: la del cuerpo por delante de la voz, la del éxito global sin control creativo, la del contraste brutal entre la luz del escenario y la sombra personal. Mientras Boney M sigue siendo sinónimo de fiesta inmediata, Farrell permanece como su reverso humano: el hombre que bailó la felicidad ajena mientras lidiaba con su propio desorden.

Quizá por eso sigue fascinando. Porque en un género construido sobre la evasión, Bobby Farrell fue el recordatorio involuntario de que incluso la música más alegre puede esconder biografías ásperas. Y porque, al final, pocas figuras del pop encajan tan bien en esa categoría tan específica y tan necesaria: la de los personajes irrepetibles.