Especial
Ella Fitzgerald, 22 años sin la dama del jazz
Ella Fitzgerald, la dama del jazz, se fue hace 22 años dejándonos un legado incalculable que sigue sonando a través de los 250 discos que grabó.
Para empezar, nos dejó su voz: clara, de dicción perfecta, capaz de alternar las notas más agudas y más graves en bebop o en baladas. Siempre sonreía para proyectar la voz, algo que los críticos le reprochaban. Su sonrisa resulta paradójica teniendo en cuenta cómo fue su infancia.
Ella Jane Fitzgerald nació en Virginia en 1917 en medio de una pobreza extrema. A los 15 años se quedó huérfana y acabó en un reformatorio. La radio era su única vía de escape: gracias a ella aprendió a tocar el piano y a imitar todo el jazz que salía de aquel aparato. Su nivel de admiración era tal que aprendió de memoria todo lo que cantaba su ídolo, Louis Armstrong. Quién le diría que años después formaría junto a él una de las parejas más famosas del jazz.
A los 21 años, ya tocaba con los más grandes. Además de Armstrong, acompañó a Count Basie, Frank Sinatra o Nat King Cole, y puso voz a la música de grandes compositores de la época, como los Gershwin. Pero para llegar ahí tuvo que superar las dudas de su primer mentor, Chick Webb, que la incluyó en su orquesta a pesar de que la joven no tenía ninguna experiencia. Tenía 17 años. Su voz lo deslumbró y acabó adoptándola, musical y legalmente, porque se convirtió en su padre adoptivo. Cuando Webb murió, fue Ella quien se hizo cargo de la formación. Con ella conoció a los más grandes, como Dizzy Gillespie, que la animó a improvisar con su voz. Ella le hizo caso, y adoptó el Scat (imitar con su voz el sonido de instrumentos) como su marca de fábrica.
Se la considera una de las voces más innovadoras del jazz. Es la artista de este género con más premios: 13 grammys y la Medalla Nacional de las Artes, máximo reconocimiento cultural que concede el gobierno de Estados Unidos. Tiene incluso un sello postal. Y aún así, todos los que la conocieron destacan su timidez, que tuvo que superar.
También luchó contra una salud frágil. En sus últimos años sufrió varias operaciones de corazón, y la diabetes acabó consumiéndola. Primero se llevó su vista. Después, su movilidad hasta dejarla en una silla de ruedas, y, finalmente, también silenció su voz. Pasó sus últimos días en el patio trasero de su mansión de Beverly Hills. Solo quería escuchar el canto de los pájaros y la risa de su nieta. El 15 de junio de 1996 miró al cielo por última vez y murmuró: "Estoy lista para irme". Y se fue. Pero nos dejó 2.000 canciones para recordarla.