Billie Eilish no una típica niña prodigio más
Ella no es Miley Cyrus. Ni Luis Miguel. No es un producto y ha llegado para quedarse
Billie Eilish es la sensación del momento. Ha puesto patas arriba las listas de éxitos de medio mundo. El otro medio todavía se despereza entrecerrando los ojos, pero esta bomba expansiva de nombre Billie, apellido Eilish y 17 años de edad en su ID -cumplirá 18 a finales de año-, acabará por arrasar todo continente que se muestre reacio, todo oído que pretenda permanecer sordo se verá seducido por los cantos de esta sirena adolescente que plantea modificar a su gusto el orden natural de las cosas. Como fuerza de la naturaleza imparable que es.
Quizá de este anterior párrafo se desprende una devoción casi ciega que para muchos podría estar plenamente injustificada, pero tenemos nuestros motivos para pensarlo. Sobre todo, porque hace mucho, mucho tiempo que no sentíamos este alegre hormigueo recorriendo desbocado nuestras venas a cuento de la explosión de un fenómeno fresco, novedoso y de calidad mayúscula como supone esta joven.
Lo más fácil en estos casos es poner la lupa en otros artistas precoces, que puedan engrosar las listas del ejército de los muchas-veces-mal-llamados-niños prodigio. Jovenzuelos y jovenzuelas que pegan el pelotazo a muy tierna edad. Que muestran un desparpajo inusitado en algún talent show, o que de repente la plataforma de Video On Demand de turno te descubre en un casting y saca a relucir tus bondades actorales, para después tratar de sacar rédito de tu talento cambiando el hábitat y desarrollando una carrera discográfica donde el algoritmo de tendencias, doscientos trece estudios de mercado y 14 hombres trajeados son capaces de forjar de la nada una sólida carrera discográfica, haciendo ingentes esfuerzos de producción para cincelar el resultado final. La buena presencia, las redes sociales y la mercadotecnia harán el resto.
Perfiles como Justin Bieber. O como Miley Cyrus. Nadie puede poner en duda su talento innato, pero siempre nos quedará pensar en qué se habrían convertido si no estuvieran asfixiados por la industria hasta convertirlos en objetos de producción en cadena. Un catálogo de productos para impactar en diferentes targets muy premeditados. Y, en demasiadas ocasiones, juguetes rotos.
Luego está el perfil de aquellos jóvenes retraídos que se graban vídeos en la oscuridad de su cuarto, van consiguiendo cierta visibilidad en su canal personal de Youtube, que pasa de ser humilde en cuanto a seguidores a convertirse en un éxito masivo. La viralidad y sus inexorables efectos. Algunos fichan por un sello poderoso, otros se quedan con el dudoso honor de ser un fenómeno one hit wonder. Algunos, incluso, forjarán una carrera productiva marcada por el reconocimiento y los focos. Auryn, Pablo Alborán, Shawn Mendes, Ed Sheeran o The Weeknd, por mencionar algunos, acariciaron por vez primera las mieles del éxito éxito a través del portal de vídeos.
En ese sentido, Billie Eilish no es diferente a ellos. Saltó del vagón del anonimato gracias a Ocean´s Eyes en 2016, cuando tan solo soplaba 14 velitas. Una canción colgada en Soundcloud que tiene más de cien millones de reproducciones. Un tema de presentación que ya mostraba el increíble potencial de Eilish, con una producción muy cuidada que corre a cargo de su hermano, Finneas, la otra pata esencial de este caramelito sonoro que han fabricado entre los dos.
A partir de aquí saltaron todas las alarmas, se prendió fuego a los edificios, los aspersores del césped de los parques bailaron entrecruzados con frenesí. Algo muy gordo se estaba cociendo, la olla exprés pitaba descontrolada y los aparatos encargados de medir temblores en la escala de Richter afinaban sus agujas, preparados para el gran seísmo. Ella no era un producto prefabricado más. Ella se había saltado entera la cadena de producción. Y eso se consigue con determinadas aptitudes, algunas vienen de serie, otras se trabajan. Un talento desmesurado, una percepción distinta de lo que es la música, capacidad compositiva, posibilidad de tocar diferentes instrumentos ( ukelele y piano entre ellos) y presiones cero para hacer una música con una impronta muy personal, que habla de cuestiones cotidianas pero aferrándose también a ciertos elementos de ficción. La fina línea que separa ambos es y será una incógnita para todo aquel que asome la cabeza a este precipicio sonoro.
Un poco esa misma sensación metafórica de mirar al abismo nos topamos al escuchar por primera vez WHEN WE ALL FALL SLEEP, WHERE DO WE GO?, su primer larga duración. Catorce canciones que se ensamblan sin sonrojo, con la soltura propia de alguien muy descerebrada o demasiado segura de sí misma. Esto huele a álbum experimental, el quinto en la carrera de una diva del pop. Y sin embargo está compuesto en su totalidad por alguien sin excesiva experiencia previa, pero con las ideas tan claras como transgresoras. Su pop electrónico comparte por igual víscera y sosiego, momentos más dulces con otros más crudos. Su voz, susurrante y plagada de personalidad, se apoya en arreglos ora delicados ora gruesos como la rave más salvaje que logras recordar. Y el espíritu lo-fi con el que lo impregna todo te transporta automáticamente a una deliciosa tierra de nadie cuyo paisaje es tan inhóspito como atrayente.
Si a esto le suma una estética muy propia, unas redes sociales petaditas cual sardinas en lata (casi veinte millones de seguidores en Instagram), un desparpajo impropio de su edad y un estilo tan definido como irrepetible en lo que llevamos de siglo, Billie Eilish puede ser mucho más que el efecto cegador de la efervescencia de su frescura para convertirse en un eje fundamental de la renovación del pop. Talento hay. Maneras también.