Especial
El terror de lo desconocido
Un repaso a los errores y virtudes de la nueva película de Elisabeth Moss
Disfrutamos del terror porque despierta en nosotros esa parte macabra de la mente que nos lleva a regodearnos en tercera persona del sufrimiento ajeno. Nos convertimos en impertérritos voyeuristas extremos que participan del dolor y el horror, pero nunca nos sentimos identificados porque las premisas de las que parten muchas de esas películas, tipo Halloween, Viernes 13, Scream o Pesadilla en Elm Street son puramente surrealistas. Sabemos que son ficción, aunque nos obliguemos a creer que no para disfrutar de su atmósfera.
Sin embargo, cuando hablamos del terror de la vida, de lo cotidiano transformado en enemigo acechante, que no sabemos dónde se encuentra pero sentimos que ahí nos aguarda, de los demonios de la mente y la obsesión, algo se transforma en la mirada de ese observador empedernido que se convierte en un escalofrío visceral.
Nunca el plano de una cocina vacía a plena luz del día dio tanto miedo. Y no porque haya un monstruo oculto tras la vajilla o en el fregadero, sino porque no sabemos si realmente hay algo o no. Con esa ambigüedad juega Leigh Whannell. ¿Está la protagonista de El hombre invisible loca o realmente hay un ser espectral o sobrehumano que la acecha desde el más allá? No lo sabemos. Y eso nos inquieta.
Es el mismo terror al que jugaba Stanley Kubrick en El Resplandor. ¿Padecía Jack Torrance una especie de posesión infernal o su desvarío homicida fue fruto del síndrome de fiebre de la cabaña? Si Kubrick hubiera respondido a nuestras preguntas de manera complaciente, probablemente la película habría caído en el olvido. Pero no lo hizo y aún hoy sigue despertando auténtico pavor.
En el caso de El hombre invisible hablamos de una mujer maltratada física y psicológicamente que viene de una relación de opresión, control y manipulación. Cuando ella consigue escapar de las garras –literalmente– de su agresor y éste muere (no hay spoilers, es el prólogo), ella aún tiene la duda de si sigue (o no) ahí, escondido en las sombras, llegado del más allá o convertido en un ente invisible por cortesía de la ciencia, pues él posee unos brillantes conocimientos optométricos y su muerte ha podido ser un montaje.
La duda siempre queda latente. ¿Está loca Cecilia? ¿Algo la acecha o es toda esa paranoia fruto de un Diazepam que toma incontroladamente y que le ha freído el cerebro? Elisabeth Moss, con quien tuvimos ocasión de charlar, hace un trabajo brillante encarnando a esa pobre alma desgraciada a la que nadie cree, que todo mundo toma por loca, inepta, un incordio desequilibrado que no para de hablar de cosas incómodas y enfrascarse en situaciones sonrojantes.
La primera hora de El hombre invisible es brillante porque juega a esa dualidad entre la razón y sinrazón, la cordura y la locura. Luego, como se trata de un producto comercial, debe dorarle la píldora a su público y explayarse en explicaciones y desvaríos. Cae en el efectismo y todo se estropea rápidamente.
De haberse mantenido esa duda hasta el final, la película habría sido algo más que mero artificio. Está rodada con gusto, tiene una fotografía exquisita, un ritmo ágil aunque lo suficientemente sosegado para explayarse en la proyección psciológica de su personaje principal y una actriz con un talento desbordante. Pero al término se queda en eso: una ñoña historia de autosuperación completamente maniquea y previsible –fruto de los tiempos, me temo– cuyo desenlace es tan bobo como El hombre sin sombra, la película en la que realmente se inspira. Porque de James Whale hay más bien poco.