Especial
Zonas de sacrificio: qué son, dónde están y por qué suponen un desastre ecológico
El modelo de producción actual condena a grandes extensiones de territorio a un daño medioambiental y social prácticamente irreversible.
Estados Unidos tiene casi 10 millones de kilómetros cuadrados, unas veinte veces más que España. Una extensión gigantesca que parecía inabarcable cuando, a lo largo del siglo XIX, los colonos de origen europeo fueron poco a poco expandiéndose hacia el oeste, en una conquista a sangre y fuego que más tarde inspiraría centenares de películas. Aquellas tierras eran una oportunidad de enriquecimiento a la que sucumbieron miles de pioneros, que fueron poco a poco avanzando hacia el Pacífico a costa de los amerindios que habitaban originalmente la zona. Cada nuevo territorio era una auténtica mina a explotar. Los recursos parecían infinitos.
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Pero todo tiene un límite. En 1973, dos de los más prestigiosos organismos científicos de EEUU, la Academia Nacional de Ciencias y la Academia Nacional de Ingeniería, elaboraron un informe conjunto en el que evaluaban las dramáticas consecuencias de la explotación minera en el cinturón carbonífero del oeste del país. Su diagnóstico fue certero: decenas de miles de kilómetros cuadrados habían sufrido daños irreparables. Se habían convertido en zonas baldías. En consecuencia, fueron oficialmente declaradas “zonas de sacrificio nacional”.
Aquella fue la primera vez que se utilizó un término que, medio siglo después, sirve para referirse a muchas otras zonas del planeta que han sufrido un destino similar. Lugares en los que el aire resulta irrespirable, el agua es venenosa y de cuya tierra no brota apenas vida. Lugares en los que la vida es un desafío tanto para los seres humanos como para toda clase de especies animales y vegetales. Lugares muertos cuya existencia es, sin embargo, esencial para mantener el tren de vida de otros lugares.
De norte a sur, de este a oeste
Aunque existen zonas de sacrificio en la práctica totalidad del mundo, el llamado sur global se lleva la peor parte: los países periféricos de África, Asia o América Latina han sido, tradicionalmente, los que han visto multiplicarse las zonas de sacrificio dentro de sus fronteras.
Los ejemplos se cuentan por decenas. El Mar de Aral, en Uzbekistán, se vio reducido a menos del 10% de su tamaño original tras los trasvases sistemáticos de agua realizados por la Unión Soviética en los años 60. En Acra, la capital de Ghana, el gigantesco vertedero de Agbogbloshie recibe los residuos electrónicos de los países más ricos, en un lugar tan tóxico como desolador en el que miles de personas queman los plásticos para extraer los minerales más valiosos. En Entre Ríos (Argentina), más de 135.000 hectáreas de lo que fue uno de los bosques más frondosos del país han sido pasto de la deforestación salvaje que se produjo en apenas diez años, entre 2007 y 2017. Y en el delta del río Níger, al sur de Nigeria, las prospecciones petrolíferas han provocado más de 6.800 vertidos de crudo, convirtiendo el lugar en una de las zonas más contaminadas del mundo.
¿Y en España? Los expertos coinciden en señalar que nuestro país también tiene zonas de sacrificio. De hecho, el término se puso encima de la mesa tras los sucesivos desastres medioambientales ocurridos en el Mar Menor murciano. Allí, los abonos utilizados en los cultivos cercanos terminan en el agua, lo que provoca una falta de oxígeno que se ha cobrado la vida de miles de peces. En Nerva (Huelva), un enorme vertedero acoge residuos peligrosos llegados de todos los rincones del mundo, lo que ha puesto en pie de guerra a los vecinos. Y en provincias como Zamora, la instalación de macroproyectos de energía eólica han dibujado un paisaje que, según los ecologistas, se ha traducido en una grave pérdida de biodiversidad.
La existencia de zonas de sacrificio es la consecuencia directa de una manera de entender el mundo: el extractivismo. Un modelo productivo que, como consecuencia del sistema económico, tiende siempre al crecimiento infinito. Pero hay un problema: los recursos del planeta son limitados. Y los daños que produce la explotación del territorio, como ocurre en las zonas de sacrificio, a menudo irreversibles. Por ello cada vez son más las voces que abogan por un giro de 180 grados en nuestra manera de relacionarnos con el planeta que ponga en el centro la vida de quienes lo habitamos.